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El retrato de la señora Partridge (terror)


“Me esforcé por ocultarlo, por sepultarlo bajo máscaras y sombras, pero lo salvaje y oscuro siempre encontró el modo de revelarse… y devorarme”

 —Elizabeth Partridge


Era una mañana como cualquier otra en el barrio inglés de Hurlingham, a 40 kilómetros al oeste de la ciudad de Buenos Aires. Allí existía una antigua casona donde vivía Elizabeth Partridge, una octogenaria que decía ser descendiente de las primeras familias aristocráticas del país: dueñas de estancias y saladeros.

Ella estaba de pie junto a un ventanal de la sala principal, revisando el marco de madera y los cristales rectangulares.

Se desplazaba con una calma elegante, como si cada movimiento estuviera cuidadosamente medido para no perturbar el aire. Vestía siempre una falda larga que ocultaba sus pies y, sobre ella, una especie de chal que cubría sus brazos con una tela de textura noble y antigua. A veces parecía salida de otro siglo; a veces, de una pasarela minimalista. Llevaba el cabello tensado hacia atrás, recogido en un rodete impecable, como una dama que se niega a olvidar sus orígenes.

Encontró restos de tela de araña en un rincón e hizo una mueca que profundizó aún más las arrugas de su rostro. “La chica nueva limpia por donde se ve”, pensó. Pero la anciana tenía cosas más importantes en qué pensar: estaba esperando al doctor Rafantes, su abogado, para redactar el testamento.

En la planta alta se encontraba la sala principal de la casona. Era un ambiente oscuro, impregnado de olor a madera: en las paredes, en las columnas, en el techo.

El gran retrato colgado en el lugar de honor, sobre la chimenea de piedra negra, era una reliquia del siglo XVI. Representaba a una dama con finos atuendos y joyas, una remota antepasada de la dueña de casa. Dominaba la sala como si estuviera viva. En la pintura, la mirada juvenil de la mujer contrastaba con el peso de los años que recorrían la casona y se marcaban en el rostro de la propia señora Partridge.

Su mirada se desvió hacia el exterior y descubrió que Marta, la chica nueva, hablaba con un hombre. Estaban parados junto a la reja del jardín que daba a la calle.

—Qué linda estás con ese trajecito de mucama. Me dan ganas de... —dijo Manuel.

—¡Shhh! Callate, que te pueden oír —lo interrumpió Marta, apagándole la frase.

Manuel alzó la vista hacia la casona, como un lobo olfateando su presa.

—¿Esa es la vieja? Es blanca como la leche. Tiene la cara pegada al vidrio —dijo, mientras el escarbadientes le danzaba en la comisura del labio.

—¡Te dije! Ahora portate bien. Te voy a hacer pasar. Mirá rápido, así no sospecha.

—Como usted diga, mi princesita… —dijo Manuel, haciendo una breve reverencia con la cabeza.

Tenía una sonrisa burlona, mirada pícara y una gran capacidad para meterse en problemas. Caminaba como un cowboy, con las manos en los bolsillos y el pecho inflado. Él decía que era su forma de demostrar valor, para que nadie se metiera con él cuando estaba en prisión.

Marta y Manuel ingresaron a la casona por la gruesa puerta de madera tallada, parecida a la de un castillo medieval. La señora Partridge se asomó desde la escalera y preguntó quién era el sujeto.

—Buenos días, señora. Soy representante de la empresa de gas y quiero verificar que no existan pérdidas dentro de la casa, ya que detectamos un consumo anormal —dijo Manuel, sonriendo.

La señora vio el brillo de su lengua asomando por los huecos donde faltaban tres dientes. Dudó de su respuesta y estaba por contestar cuando sonó el timbre.

Carmen, la mujer que desde hace años servía en la casona, le informó que el doctor Rafantes había llegado.

El abogado entró a la sala y encontró a Elizabeth de pie, cerca de la ventana. Detrás venía Carmen, cargando una bandeja con té y bocadillos dulces.

—¿Está segura de querer cambiar el testamento y donarlo todo? —preguntó el doctor Rafantes.

—Mi hija está en Europa. Dudo que vuelva o que le interese vivir aquí. En caso de mi fallecimiento o incapacidad, si ella lo reclamara, se cancela la donación —respondió Elizabeth. Y agregó—: Debe redactarlo este fin de semana. Será Luna Nueva y usted sabe que soy muy supersticiosa.

Por el rabillo del ojo, vio movimientos en el jardín. El inspector de gas se alejaba de la casa, y Marta lo acompañaba hasta la reja que daba a la calle.

—Entrar a la casa es muy fácil. La vieja no tiene ni una alarma. Voy a hablar con mi primo, El Pocho, para el trabajo —le dijo Manuel en voz baja.

Cuando Marta se presentó para el puesto de mucama, parecía un cachorrito mojado: las manos apretadas al frente, la espalda encorvada. La señora Partridge sintió compasión al escucharla hablar de su lucha por pagar el alquiler y cuidar a su pequeña hija, luego de que su marido las abandonara. Su voz era frágil, apenas un susurro, y a veces la señora Partridge, con su sordera galopante, tenía que inclinarse para entenderla.

Era viernes por la tarde cuando Elizabeth reunió a todo el personal: Carmen, Marta y el viejo señor Mancuso, el jardinero.

—Pueden tomarse el fin de semana completo. El lunes, mi hija Eleanor se hará cargo de la casona y yo viajaré a una residencia en el exterior —anunció con tono de despedida. Y agregó—: Señor Mancuso, antes de retirarse, entrégueme el insecticida. Me ocuparé de los rosales este sábado.

El personal cruzó miradas. Ninguno recordaba haber visto alguna vez a Eleanor Partridge. Carmen evocó que, cuando comenzó a trabajar en la casona, le advirtieron que a la señora no le gustaba hablar de su vida privada. Por aquel entonces circulaban rumores: que su esposo la había abandonado para irse a Europa, y que la hija se marchó con él, incapaz de convivir con su madre. Las discusiones eran frecuentes, decían. Se oían gritos en todos los rincones, platos estrellándose contra las paredes, y esculturas que acababan hechas trizas en el suelo.

La despedida fue breve y cargada de silencios. Carmen abrazó a la señora con fuerza, y le susurró al oído un agradecimiento por todos esos años. El jardinero le dio la mano; estaba helada, y le erizó los pelos del brazo. No se atrevió a abrazarla. Marta, aún sin confianza, también le estrechó la mano e hizo una leve reverencia.

Cuando todos se retiraron, Elizabeth Partridge quedó sola en la casona. Esta se había transformado en un mausoleo. Cientos de estatuas y retratos distribuidos por toda la casa parecían seguirla con la mirada. Los recuerdos la visitaban como fantasmas: su infancia bajo la sombra de un padre severo, que no dudaba en castigarla con un cinturón hasta dejarle las piernas marcadas en sangre; su primera juventud, sometida a reglas estrictas para convertirse en una dama adecuada, una buena candidata para el matrimonio; y aquella fuga desesperada, cuando huyó con su verdadero amor y se refugiaron en el lugar equivocado.

El pecho se le contrajo. Le faltaba el aire. La casona era inmensa, pero las paredes parecían cerrarse sobre ella.

Cerca de la medianoche, se dirigió a la cocina. Caminaba seria, con el rostro cansado y los pies arrastrándose por el suelo. Sobre la mesa, el señor Mancuso había dejado el frasco de insecticida. Llenó un vaso grande con agua y lo colmó de hielo. Lo agitó para asegurarse de que estuviera lo bastante fría. Destapó el frasco: el aroma le subió de golpe a la nariz, provocándole una repulsión inmediata. Sabía que si intentaba tragarlo así, su cuerpo lo rechazaría. Vomitaría todo.

Por eso tenía un plan: dar un sorbo grande del veneno y enseguida beber el agua helada. El frío adormecería su lengua y garganta. El veneno llegaría al estómago sin obstáculos. Y haría su trabajo.

Alzó el frasco y tomó impulso. Estaba a pocos centímetros de sus labios cuando un ruido la detuvo. Provenía de la parte trasera de la casa. Algo se rompió. Un cristal. Luego, una puerta se abrió.

Dejó el frasco sobre la mesa sin hacer ruido y avanzó en puntas de pie hacia el sonido.

Allí estaban. Dos hombres habían entrado. La vieron. Corrieron hacia ella.

Elizabeth giró y corrió hacia la cocina. Extendió el brazo para tomar el frasco, pero antes de alcanzarlo, sintió cómo la sujetaban por detrás. Una mano le cubrió la boca.

—Tranquila, quieta —susurró El Pocho junto a su oído.

Era alto y ancho como un elefante. Los ojos y la nariz, grandes; la frente, diminuta. Daba la impresión de haber nacido con la mitad del cerebro.

Un segundo después, apareció el otro. Elizabeth lo reconoció: el supuesto inspector del servicio de gas. Manuel. Parecía ser el jefe.

La anciana se quedó inmóvil, rígida como una estatua. Sus ojos, muy abiertos, seguían cada movimiento que hacían esos hombres.

—Saco la mano. No grite —advirtió el grandote. Ella asintió con la cabeza.

—Llévense lo que quieran y váyanse —dijo la señora, sin rastro de miedo en la voz.

—Sí claro mi reina. Pero dame todo lo que tenés guardado y no te olvides de ningún anillo —ordenó Manuel, desafiando su valor. Cruzó una mirada rápida con su compañero.

La señora soltó una sonrisita y señaló el frasco sobre la mesa.

—No tengo nada de eso. ¿No ven que iba a suicidarme? Estoy en la ruina.

Manuel vio una cuchilla en la mesada, cerca de ella. Se acercó sin quitarle los ojos de encima. Su expresión tenía más de bestia que de hombre. Con una mano tomó la cuchilla y con la otra le agarró del cabello. El tirón fue fuerte. La anciana se llevó las manos a la cabeza y sujetó la muñeca de Manuel para que dejara de tirar. Él le apoyó la hoja en el cuello.

—¿Me viste cara de idiota? —gruñó a pocos centímetros de su cara, y gotas de saliva le saltaron a los ojos—. Me das todo lo que tenés o te corto la garganta acá mismo.

Manuel giró la cabeza hacia El Pocho, que encogió los hombros y dijo:

—Tal vez es verdad. Esta casa es un museo, no son como las de zona norte.

—Escuchá a tu amigo, que es un joven muy inteligente —intervino Elizabeth, serena.

Manuel apretó los labios. El rostro se le encendió de furia. Le soltó el cabello y le cruzó la cara con un cachetazo que la arrojó al piso.

—Llamá a la jefa —le ordenó a El Pocho.

Este se acercó a la ventana y le hizo señas a un automóvil estacionado frente a la casa. Bajó una mujer. Trepó la medianera y entró por el fondo. Minutos después ingresó a la cocina. Era Marta.

—¿Qué pasa? ¿Se puso difícil la vieja? —ironizó, mirando a los hombres como si fueran unos inútiles.

La anciana aún se quejaba en el piso, intentando incorporarse. Marta se acercó, la tomó del brazo y la puso de pie.

—Muy bien, viejita. Decime dónde está la plata o les digo a estos dos que te maten a palos.

—¡Cómo me equivoqué con vos! —dijo Elizabeth, mirándola con ojos encendidos—. No tengo dinero. Solo me queda este cuerpo viejo... y esta casona.

—La agarré justo cuando iba a tomar el veneno —dijo El Pocho, frunciendo las cejas.

Marta lo miró de reojo y sonrió. Tenía la expresión de una hiena a punto de morder.

—Si vos no tenés plata, seguro la tiene tu hija. La esperamos a ella.

—Tenés razón. La europea debe estar llena de euros —agregó Manuel, frotándose las manos. El Pocho volvió a sonreír.

Elizabeth cerró los ojos y bajó la cabeza, ladeándola suavemente de un lado a otro.

—Nadie vendrá. ¡Mi hija es un invento, mi familia también! Déjenme morir antes de que sea demasiado tarde... para ustedes. Estoy cansada. Ya viví demasiado.

Elizabeth apenas podía mantenerse en pie. Su cuerpo comenzó a temblar con espasmos erráticos. Se arqueó, como si algo la tensara desde dentro, y se llevó una mano al estómago y otra a la boca.

—Me va a vomitar encima y va a dejar ese olor a vieja que odio —murmuró Marta, frunciendo el ceño—. ¡Llevála al baño, rápido, rápido! —ordenó a El Pocho.

Él la sujetó con fuerza del brazo. La arrastró a tal velocidad que sus pies apenas rozaban el suelo. Al llegar, la empujó hacia el interior del baño, y Elizabeth logró cerrar la puerta de un golpe.

Afuera, Marta, Manuel y El Pocho aguardaban. Un sonido viscoso brotó del otro lado de la madera, como si una cloaca hubiera estallado. Luego una profunda aspiración.

El olor llegó enseguida. Era espeso, pútrido. A leche rancia, con algo más... algo desconocido.

—Uff —murmuró Marta, retrocediendo con la nariz tapada.

Un silencio los envolvió. Ellos habían caído en un abismo y no lo sabían.

—¿Se encuentra bien, señora? —preguntó Manuel inseguro. Algo en el fondo de sus entrañas le decía que todo había terminado.

—Un momento, por favor... no me siento bien —respondió Elizabeth desde adentro. Su voz era distinta. Más baja. Más… áspera.

—Tal vez si tomó veneno —dijo El Pocho con una sonrisa torpe. Sus ojos negros brillaban como botones mal cosidos.

Luego se escuchó ropa caer, el sonido seco de una prenda mojada estrellándose en el piso. Pero entonces llegó otro sonido. Más orgánico. Un golpe sordo, húmedo, como carne cayendo al suelo.

Marta intentó abrir, pero la puerta estaba trabada.

—¡Abrí, vieja, o tiro esta puerta a patadas! —exclamó Manuel, golpeando con fuerza.

No hubo respuesta. Manuel le hizo señas a su compañero para que la tirara abajo. El Pocho se preparó para embestirla, pero el picaporte se movió y él se detuvo.

La puerta se abrió lentamente. Muy lentamente. Como si disfrutara del suspenso, o temiera lo que podía encontrar del otro lado.

Lo que vieron no era Elizabeth. Era una figura desnuda, sin cabellera, el cuerpo reducido a piel y huesos, sin músculos. El cráneo parecía demasiado grande. Las facciones... perfectas y sin embargo su mirada no era humana.

Detrás, sobre el piso, estaban las ropas de Elizabeth... y su piel, arrugada como un acordeón. El rostro, como una máscara de goma, yacía de lado, los observaba con los orificios abiertos y vacíos.

Nadie gritó. Solo retrocedieron un paso.

—¿De dónde salió esta cosa? —dijo Manuel.

—¡Idiota, no lo ves! Salió de adentro de la vieja —dijo Marta.

El Pocho tomó una estatuilla de mármol de una repisa. La sopesó tanteando la fuerza del golpe. Marta giró el rostro hacia ellos, y con la mirada, les dio la orden silenciosa de prepararse.

Lo que fuera eso… estaba por moverse.

La criatura de piel húmeda y gelatinosa, que brillaba bajo la luz, abrió la boca intentando hablar. Solo se oía su respiración cavernosa, hasta que surgieron las primeras palabras.

—Durante siglos morí y volví a nacer. Me niego a aceptar que personas pequeñas como ustedes terminen con mi vida. 

Su voz era susurrante, como si el aire circulara por la garganta y no llegara a hacer vibrar las cuerdas vocales porque aún se estaban formando.

Sus ojos se entrecerraron; tensó los labios, levantándolos, y el trío de ladrones pudo ver una hilera de dientes pequeños pero afilados. Los dedos de sus manos se curvaron, y la piel de las yemas se tensionó, como si un objeto puntiagudo pretendiera salir.

La noche caía espesa sobre el barrio inglés. Solo algún automóvil cruzaba la calle, lento y distante, como si temiera perturbar el silencio. En la cornisa de una casa, un gato husmeaba algo que comer, cuando de pronto salió disparado: sus patas se aferraron a los ladrillos, y huyó en un zarpazo seco.

Un grito agudo, punzante, rasgó el aire. El cuerpo de una mujer fue arrojado contra los cristales de una ventana. Con las manos intenta mantenerse erguida, pero algo la arrastró hacia abajo. Luego, un silencio abrupto da paso a un burbujeo espeso de sangre caliente.

El lunes, muy temprano, Carmen y el señor Mancuso abrieron la reja y cruzaron el jardín húmedo, que parecía más oscuro de lo habitual. Se disponían a entrar cuando la puerta se abrió desde dentro, justo antes de que Carmen insertara la llave.

Los recibió una mujer joven. Era Eleanor Partridge. Esbelta, de cabello largo que le caía como una sombra sobre los hombros. Los saludó con una calidez inesperada, sonrió, e incluso bromeó sobre el señor Mancuso —según le había contado su madre— y aquella vez en que Carmen resbaló con el piso mojado.

Carmen echó una rápida mirada hacia el interior. Cajas de cartón, muebles desplazados, como si alguien estuviera preparándose para una mudanza. Eleanor lo advirtió y dijo:

—Mi madre tenía un gusto muy particular. Pero yo soy... otra persona. Estoy deseando renovar la decoración.

El señor Mancuso se detuvo frente al gran cuadro sobre la chimenea. Su expresión se congeló.

—Usted es igual a la señora del retrato —dijo sorprendido.

Los tres rieron, aunque Eleanor no respondió. Su silencio flotó entre ellos, suspendido, como si el tiempo se hubiera detenido ahí.

—Imagino que habrá visto las noticias —comentó Carmen, y su voz se volvió grave. El señor Mancuso entrelazó las manos y bajó la mirada como si temiera confirmar algo.

Eleanor negó suavemente.

—No suelo mirar noticias —dijo, como quien no quiere saber.

Entonces Carmen habló.

—Marta, la chica nueva, ella trabajó aquí el último mes... está muerta.

Eleanor abrió los ojos, se llevó las manos al pecho. Pero no dijo nada.

—La encontraron en un auto, junto con otras dos personas. Fue muy cerca de aquí. Dicen que los cuerpos estaban destrozados... como si una bestia los hubiera atacado. Aunque supongo que los noticieros siempre exageran —agregó, con un suspiro.

Eleanor tomó una profunda bocanada de aire y la soltó despacio. Logró mostrar una angustia que le brotaba desde lo más hondo sin levantar sospechas.

—Qué horror —dijo, con voz débil—. No sé dónde vamos a terminar con tanta inseguridad.

Un silencio espeso los envolvió por un momento, como si nadie supiera cuál debía ser el siguiente gesto, la próxima palabra. Entonces, casi al unísono, Carmen y el señor Mancuso se despidieron con un gesto breve antes de comenzar con sus tareas.

Carmen comentó que el aire dentro de la casa olía fuertemente a desinfectante.

 —Sí —respondió Eleanor—. Estuve limpiando, pero no llegué a terminar. ¿Podrías hacerlo?

Carmen asintió sin hacer preguntas.

Eleanor le devolvió a Mancuso el frasco de insecticida.

 —Mi madre no llegó a usarlo. Dijo que las plagas en las rosas estaban empeorando.

 —Me ocuparé de eso —respondió él, tomando el frasco con cuidado.

Una vez sola, Eleanor cerró la puerta del salón con suavidad. El silencio volvió a instalarse entre los muros. Caminó hasta el gran retrato sobre la chimenea y se detuvo frente a él. Por un instante, su reflejo pareció confundirse con el de la dama pintada siglos atrás.

Una mosca zumbó cerca de su oído y se posó sobre su mejilla.

Entonces, la pintura pareció sonreírle.

Eleanor también sonrió.


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