Marie hundió el pie en el barro y se lo torció demasiado. Se quejó del dolor, pero continuó la marcha. El sol estaba por alzarse en el horizonte, y la niebla apenas permitía ver un par de pasos adelante. Respiraba un aire frío, con olor a agua y cipreses. Al llegar a la cima sur de los Montes de Auvernia, esperaba divisar el monasterio abandonado. Quería liberar al ángel de la cruz invertida para que le concediera un deseo.
—¡Falta poco, Marie! Lo lograremos —dijo la mujer extranjera que caminaba detrás.
Tan solo ayer, Marie se encontraba arrodillada, con las manos en el suelo, junto a dos tumbas. Habían enterrado a su esposo y a su niño. El viento alzaba el humo del incensario en espiral hacia las nubes. El sacerdote del pueblo de Vallombreux la consoló diciendo que era el plan de Dios, que ellos estaban en el cielo.
Marie no entendía por qué se habían enfermado. Asistían a la iglesia y seguían todas las reglas. ¡Debían haber estado protegidos!, se repetía una y otra vez, sumando más ira en cada repetición.
Tampoco comprendía por qué el plan de Dios incluía provocarle un dolor tan insoportable, como si le hubieran arrancado la mitad del cuerpo. Quería haber muerto también.
Recordaba el momento en que, siendo joven, vio por primera vez al que sería su amor. Era un muchacho tosco, de manos curtidas, que no sabía hacer otra cosa que talar árboles. Tenía una nariz prominente y unos ojos saltones, como si intentaran escapar del cráneo. Su torpeza verbal lo alejaba del encanto de los demás pretendientes. Ella, por entonces, estaba interesada en otro.
Pero todo cambió durante una festividad en Vallombreux, cuando él —por accidente— la tomó del brazo para evitar que cayera al suelo.
El pueblo, con sus casas de piedra oscura y calles estrechas, fue testigo de su amor. La gente se apiñaba en el mercado, donde las conversaciones se daban a los gritos para hacerse oír. Pero ellos lograban escucharse, porque no necesitaban palabras para entenderse.
En el centro de la plaza, las notas musicales —unas armoniosas, otras no tanto— de músicos callejeros y trovadores daban vida a la fiesta. Allí bailaron y rieron.
Junto a la fuente que abastecía de agua a todos los habitantes, se prometieron amor eterno.
Aquel recuerdo tenía una particularidad: era un bálsamo para su corazón, pues parecía haber ocurrido solo ayer. Sin embargo, también la llenaba de angustia, porque lo veía cada vez más lejano, como si la memoria se desvaneciera.
Alzó la vista y vio al sacerdote perderse en el camino de vuelta al pueblo. Volvió a bajar la cara, mirando al suelo, y sus lágrimas corrían por la nariz. Imaginó que unas pequeñas manos secaban su rostro y la voz de su niño le decía: “No llores, mamá”. Pero ese mundo imaginario se quebró al oír el crujir de hojas secas detrás de ella.
Miró sobre su hombro y vió a una mujer mayor acercandose. Vestía como una campesina: un vestido largo de color terroso, un pañuelo grasiento le cubría la cabeza y una túnica deshilachada la protegía del frío. Notó algo raro que no podía definir. Tal vez era su forma de caminar o su mentón muy pronunciado, hasta que habló. Marie no pudo distinguir el origen de su acento, pero no pertenecía a ninguna región del Reino de Francia.
—¿Conoces el Monasterio de Clairbois? —preguntó la mujer, mientras su mirada recorrió el campo con pastizales amarillos y luego se detuvo en las dos tumbas.
Marie no contestó, negó con la cabeza y volvió su rostro al suelo. La extranjera colocó sus manos en la cintura, a modo de jarrón, y comenzó a contarle una historia. A la viuda no le interesaba ni una palabra, hasta que escuchó algo que podía servirle.
—Los ingleses dejaron allí el sepulcro de un ángel. La leyenda cuenta que Ricardo Corazón de León lo halló cerca de Jerusalén y lo ocultó en un monasterio. Pero el muy tonto se perdió entre el alcohol y las mujeres. Murió antes de llevarlo a Londres —dijo la vieja, soltando una carcajada. Luego agregó—: Concede todos los deseos. Pero el rey lo quiere solo para él, por eso lo encerraron en un cofre de hierro y han regresado para llevárselo a Inglaterra. ¡Malditos! Solo saben repartir sufrimiento en estas tierras.
La vieja escupió el suelo como si fuera el rostro de Eduardo III. El escupitajo se alargó como una tela de araña y parte quedó colgado de sus finos labios. Hizo un prolongado silencio, esperando que Marie reaccionara. Su rostro angustiado dio paso a gestos más duros. Parpadeó varias veces para secar los ojos, alzó la mirada y se secó las lágrimas de las mejillas con las manos, pero las manchó con tierra.
—Mi padre me contó hace mucho tiempo que había visto un monasterio siguiendo un sendero de caza en los Montes de Auvernia —dijo Marie, incorporándose y sacudiéndose el polvo de la ropa.
—¡Sí, es allí! —afirmó la vieja con una sonrisa—. Voy a pedirle que regrese de la muerte a mis hijos y a mi esposo. La maldita guerra se los llevó. Todo es injusto, mientras los nobles viven felices en sus palacios, nosotros sufrimos.
—¡Eso es herejía! Debemos respetar la decisión de Dios —dijo Marie, torciendo la mirada. Se persignó varias veces ante los dichos de la extranjera.
—El ángel es un regalo de Dios —dijo alzando la voz y abriendo los ojos muy grandes—. Lo envió para conceder nuestros deseos más profundos —echó otra mirada a los montículos de tierra encabezados por cruces de madera, hizo una mueca con la boca y alzó los hombros—. Pero si quieres seguir sufriendo como propuso el sacerdote, allá tú. Yo iré por mi familia.
Dio la vuelta y se dispuso a marchar hacia los montes.
—¡Un momento! Conozco un camino más corto. Podemos llegar mañana antes del amanecer —Marie tomó una profunda bocanada de aire y, al exhalar, parecía liberarse de lo que le oprimía el pecho—. Yo también quiero a los míos.
Ambas mujeres continuaron por el camino opuesto al pueblo, internándose en el bosque. La vieja se llamaba Ingrid. Le habló de su tierra, ubicada más allá de ríos y cordilleras que Marie jamás había oído nombrar. Le contó sobre las sequías del verano y la aridez de la tierra. También recordó el día en que se llevaron a sus hijos a la guerra. Partieron con sus mejores ropas, incluso con las de su padre, para que no sufrieran frío.
Se despidieron con un abrazo cuya presión aún sentía en la espalda. Durante cinco años conservó la esperanza de volver a abrazarlos. A veces, en medio del silencio de la llanura seca y polvorienta, creía escuchar sus voces gritando desde lejos:
—¡Mamá, mamá, hemos vuelto!
Hasta que un día, otro joven regresó al pueblo, con los brazos mutilados. Fue él quien le dio la noticia: los había visto morir.
Desde entonces, la fuerza de su esposo comenzó a abandonarlo. Le costaba tirar del arado, cargar las vasijas de agua que llenaba en el río… hasta que enfermó.
Una mañana, al despertar, lo encontró muerto a su lado. Una mosca le caminaba por el rostro, atraída por el olor a carne muerta.
Hubiera querido despedirse. Dormir una última noche sobre su pecho, escuchando el latido de su corazón.
El sol caía detrás de los Montes de Auvernia, tiñendo el cielo de color sangre. Fue entonces cuando se escucharon los aullidos de los lobos.
—¡Qué tonta he sido por seguirte! Esta zona está llena de lobos, ya saben que estamos aquí —dijo Marie, y agregó con resignación—. Tal vez sea lo mejor que pueda pasarme… morir de una vez y terminar con esta vida.
—¡Calla, mujer! —reprendió Ingrid—. Cuando vuelvas a abrazar a tu familia, nada de esto te importará. Déjame a mí a los lobos, ni se acercarán.
Unos metros más adelante encontraron un viejo tronco ahuecado, recostado sobre la tierra. Sobre él había crecido un espeso matorral de helechos, que las protegería del frío de la noche. La vieja le ordenó que se quedara dentro, mientras ella ponía un par de trampas para espantar a los lobos.
Marie no pudo ver lo que hizo Ingrid, pero sí escuchó sus pasos alrededor del tronco. Por momentos se detenía y luego continuaba. Con cada minuto, la luz se desvanecía, hasta que la oscuridad absoluta borró el bosque.
Hacía rato que Marie había dejado de oír los pasos de la extranjera. Se esforzaba por ver el exterior, abriendo los ojos casi sin parpadear, pero era inútil. En cambio, su oído se había agudizado a tal punto que escuchó, como si fuera un murmullo en un idioma indescifrable, el balanceo de las hojas en los árboles cuando la más mínima brisa las tocaba.
Sin embargo, no pudo anticipar lo que sucedió. Algo ingresó de golpe, lanzándose hacia el otro extremo del interior del tronco. Una oleada de aire le abofeteó la cara. Permaneció en silencio unos segundos, expectante, hasta que preguntó:
—¿Ingrid, eres tú?
—¿Quién va a ser, si no? Duerme, mañana tendremos un día muy largo —respondió la vieja, y se escuchó el sonido de su cuerpo acomodándose, apretándose contra la madera podrida.
Marie durmió por lapsos breves, y cada vez que despertaba se sobresaltaba. Cuando logró ver el contorno del cuerpo de la vieja durmiendo al otro extremo, sus nervios cedieron y se desvaneció. Sin embargo, duró poco. Su compañera de viaje la despertó zamarreándola por el hombro.
El camino estaba en pendiente ascendente. Las piernas de Marie ardían y por momentos se aflojaban; no había probado bocado desde el día anterior. En cambio, la extranjera mantenía su marcha firme, sin quejarse.
Al llegar al filo de un risco, pudieron ver, encajado en el fondo de un valle angosto y rodeado por montañas de laderas empinadas, el monasterio. Se alzaba con sus piedras ennegrecidas por la humedad. La niebla matinal lo envolvía, difuminando los contornos de sus arcos rotos y de la torre sin campana. El graznido de los cuervos indicaba que habían tomado el edificio para anidar.
En esa hora entre la noche y el día, el monasterio parecía desierto… callado. Pero era solo una apariencia. Un campamento de soldados custodiaba la entrada principal. El estandarte rojo colgaba pesado, humedecido por la bruma.
—¡Te lo dije, te lo dije! —repitió la vieja—. Son ingleses. Si no fuera importante lo que hay allí dentro, no estarían aquí.
Esperaron recostadas detrás de la vegetación, ocultando sus cuerpos, mientras la bruma se disipaba y dejaba ver un poco más.
—La puerta la mantienen cerrada con cadenas —observó Marie.
—Es una buena noticia. No hay soldados dentro. Esperaremos hasta la noche y buscaremos una entrada escalando las piedras de los muros —dijo Ingrid sonriendo y agitando su pesado aliento.
Marie lo olió y giró la cabeza hacia otro lado para respirar aire fresco.
La vieja movía los ojos como un ave de rapiña buscando carroña. Se escuchaba un vago sonido del agua corriendo del otro lado del valle.
—Allí. Nos quedaremos en aquel bosquecillo cerca del arroyo —dijo Ingrid, dejando de hurgarse el oído y apuntando con el mismo dedo el lugar.
Durante el día había escuchado a los soldados cuando se reían a carcajadas o el relinchar de sus caballos, pero ninguno se acercó donde ellas estaban escondidas.
El sol se estaba ocultando detrás de las copas de los árboles y las sombras iban ganando terreno. El viento mecía las hojas. Su sonido era hipnótico e invitaba a cerrar los ojos.
Marie bajó hasta el arroyo y deslizó sus dedos en el agua. Igual como lo hacía cuando jugaba con su pequeño hijo. Del otro lado de la orilla podía verlo parado junto a su esposo. Ambos sonreían. Sus ropas se veían limpias, hasta tenían un brillo especial.
—Pronto estaremos juntos otra vez. Los amo —dijo Marie susurrando.
Escuchó que Ingrid se acercaba por detrás. Se apresuró a lavarse la cara y beber agua. No quería que notara que sus ojos se habían humedecido.
—Marie, ya es hora. —dijo Ingrid y apoyó la mano sobre su hombro—. Encontré por donde podemos ingresar. La pared oeste es más fácil de trepar.
Esperaron hasta que saliera la luna. Era una moneda de plata brillando en el cielo.
—Nos ilumina la luna de las brujas. Estamos de suerte —dijo Ingrid. Marie no dijo nada pero se persignó y dijo una oración ante los dichos de su compañera.
Avanzaron evitando hacer ruido. Sus pisadas eran suaves y lentas. Cuando alcanzaron el muro, Marie tocó la pared. Estaba fría, húmeda, llena de musgo. Apretó la boca y nariz. No le hacía gracia meter sus manos en donde no veía, y toparse con alguna alimaña.
La vieja empezó a trepar y Marie la siguió. Ella parecía poder ver en la oscuridad y le iba diciendo a Marie de donde tomarse y pisar. Se escuchaban a los soldados del otro lado de la puerta cantar y hablar a los gritos. Sus lenguas perdían coherencia y claridad con el alcohol que estaban bebiendo.
Lograron saltar la pared e Ingrid continuó caminando hacia la capilla como si supiera que allí estaba.
Al ingresar vieron que sobre el altar, se encontraba el cofre de hierro que contenía al ángel. Rayos de luz que ingresaban por las ventanas rotas, iluminaban parcialmente manteniendo el resto en la más profunda oscuridad. El aire estaba helado y olía a pestilencia. Sobre la tapa, una cruz invertida se mostraba intensamente iluminada, como si alguien la hubiera usado como un martillo y la hubiera dejado incrustada allí.
—Solo basta retirar la cruz para liberar al ángel y que nos conceda los deseos —dijo Ingrid.
Ambas mujeres se acercaron al altar. Marie se arrodilló y comenzó a orar.
—¡Marie, Marie! no hay tiempo para eso. Los guardias pueden entrar en cualquier momento.
La vieja comenzó a hacer fuerza para retirar la cruz invertida, pero no tenía fuerza suficiente. Maire se unió a la tarea pero tampoco lo consiguió. Bajó del altar y tanteando en la oscuridad encontró una tabla que pertenecía al piso y la colocó entre la cruz y el cofre de hierro para hacer palanca. Ingrid también se aferró a la tabla y con el peso de ambas, la cruz se despegó y fué arrojada a la oscuridad.
Un sonido sordo brotó desde dentro del cofre. Era similar al bramido de un toro, de un animal al que se le ha retirado algo que lo asfixiaba y recobró el aliento.
Fue lo suficiente intenso para que se escuchara desde el exterior y diera aviso a los guardias de que algo sucedía dentro.
La tapa del cofre comenzó a moverse queriendo levantarse pero no lo lograba. Marie se apartó y bajó del altar. Se arrodilló y bajó su cabeza. Escuchó ruidos en la puerta. Los soldados estaban retirando las cadenas para ingresar.
Marie cerró sus ojos y comenzó a orar, a repetir de forma monocorde su deseo. Escuchó cuando la tapa del cofre cayó a un costado justo cuando los soldados ingresaban. Estos gritaron palabras incomprensibles en su idioma, pero pudo darse cuenta del temor, del pánico en aquellas voces. No ingresaron, se escuchó como sus pies corrían alejándose de la capilla.
Marie continuaba en trance hasta que un olor fétido ingresó de súbito por su nariz. Manteniendo su posición abrió los ojos y un rayo de luz de la Luna, logró iluminar el extremo de un sudario que se encontraba suspendido en el aire a su derecha. Estaba manchado, sucio. Este se movió y pudo ver que revelaban dos pies entre las telas. La piel estaba pegada al hueso y las uñas casi negras y largas.
Marie continuó rezando con mayor velocidad y aumentó el volumen de su voz, que apenas era un susurro. Escucho que alguien se acercaba por detrás y vio los pies de Ingrid que se detuvo de pie cerca del ángel y dijo:
—Mi señor. Como te he prometido. Te he liberado y traído alimento fresco.
Como respuesta, se oyó un sonido nasal, gutural. Marie interrumpió su súplica y alzó el torso para mirar al ángel, aún arrodillada, con las manos firmes en posición de rezo.
Lo que vio, le quitó la respiración. El rostro del ángel era muy alejado a las pinturas que vió en la iglesia. Era casi una calavera. La nariz no era más que dos pequeños orificios. Los ojos hundidos, como dos cuevas negras desprovistas de humanidad. Marie se detuvo a mirar las manos. Eran huesudas y largas, rozando la deformación.
Sin apartar la mirada, se puso de pie y comenzó a retroceder. Ingrid dio la vuelta y dijo:
—¿Querías ver a los tuyos? Ahora los verás.
No terminó de pronunciar la última palabra cuando el ángel sobrevoló por encima de la vieja y se lanzó contra Marie, envolviendola con su sudario húmedo, pegajoso y con la boca abierta, exageradamente abierta mostrando una caverna oscura y sin fin.
Desde el cofre de hierro se veía el cuerpo del ángel sujetando a Marie contra el piso mientras se revolcaban con movimientos bruscos. Un gorgoteo de carne rota acompañaba cada sacudida. Los alaridos de la mujer se oían más allá del monasterio. Los soldados ingleses que los escucharon empalidecieron y apresuraron la carrera, trepando la ladera de la montaña.
Al pie del cofre se podía leer en latin una advertencia: Aquí yace el ángel caído del cielo.
