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Gritos bajo el agua (terror)

 


Era una mañana de otoño, cuando dos adolescentes estaban sobre un bote llamado The Shiner, en el lago Carbonara. A pocos metros se encontraba el muelle de madera, áspera y sin pintar. El mayor de ellos intentaba tomarse una fotografía con su teléfono celular para enviársela a la chica que le gustaba, hasta que gritó:
—¡Tarado! Remá para otro lado. Me estás mojando —recriminó Matías a su hermano, mientras secaba el aparato refregándolo contra sus jeans.
—Estoy aburrido y hace frío —respondió el jovencito—. ¿Por qué no vinimos en verano? No hay nadie aquí.

El lago se hallaba en un valle rodeado de montañas. Los pinares comenzaban casi en la orilla y se extendían por las laderas. En una cabaña de madera con techo a dos aguas, cerca del muelle, estaban sus padres, Ema y Luis. Desde el ventanal de la sala podía verse a los hermanos en el bote.

Sobre la mesa había un folleto turístico que contaba curiosidades y leyendas del lago. Luis lo arrastró con los dedos entre las tazas y las tostadas del desayuno, hasta donde estaba sentado.
—¿Y cuándo vamos a hablar? —dijo Ema, con los brazos cruzados y mirando a su marido.
—No sé por dónde empezar —respondió Luis, hojeando el folleto y rascándose detrás de la oreja.
—Podrías empezar contando si te acostaste con la arrastrada de mi prima.

Los rayos de sol que entraban por la ventana daban en los ojos de Ema, que parecían encendidos por el fuego.

Mientras tanto, Matías seguía buscando el mejor ángulo para su retrato. Su nariz era pronunciada y quería evitar que se notara. La chica que le gustaba tenía muchos pretendientes en el colegio y algunos más guapos desde su punto de vista. Su hermano lo miró y bufó, lanzando el aire hacia arriba y moviendo su flequillo. Luego dirigió la mirada al paisaje, y vio que emergió del fondo una forma con leve curvatura, como el lomo de un hipopótamo, cubierto de costras de mugre pegada.

Dentro de la cabaña, Ema forcejeaba por revisar el teléfono de Luis, quien intentaba quitárselo. Detrás de ellos, a través de los cristales del ventanal, la situación era muy diferente.

Los hermanos parecían interesados en descubrir qué era aquello que se había asomado a solo un metro de ellos. Lo tocaban con los remos. De improvisto dejaron de hacerlo y se inclinaron hacia atrás, balanceando el bote. Se apresuraron a volver a sus puestos para remar hacia el muelle, pero algo tomó del brazo al más joven y lo jaló hacia abajo.

Matías lo sujetó por el hombro e intentó liberarlo. Pedían ayuda a los gritos, pero dentro de la cabaña, los insultos de Ema ahogaban las súplicas de sus hijos.

El bote se inclinaba, a punto de voltearse como una campana. El muchachito tenía el rostro a centímetros del agua, hasta que ambos cayeron al lago y el bote volvió a su posición natural. Solo se veían los brazos de Matías chapoteando sin rumbo ni ritmo: eran manotazos de pura supervivencia.

Sus manos lograron aferrarse al borde del bote, con tanta fuerza que se veían blancas y huesudas. Cuando intentó subir, algo pareció tomarlo de las piernas. Matías no podía moverse, solo soportar estar sujeto allí. Giró su cabeza hacia la cabaña y gritó hasta vaciar sus pulmones.

En la cabaña, Ema arrojó su anillo al rostro de Luis, con tal puntería que le dio de lleno en el ojo. Él se llevó las manos al rostro y corrió al baño, Ema detrás, como una hiena abalanzándose sobre una presa herida.

El bote volvió a inclinarse. Solo se veían las manos de Matías, mientras su cabeza estaba bajo el agua helada… hasta que lo soltaron. Una brisa otoñal alejó el bote del muelle, fuera del campo visual desde el ventanal. La superficie del lago quedó plana, como si un pedazo de cielo hubiera caído allí.


***


El automóvil se detuvo frente a la cabaña de madera, después del mediodía. La puerta se abrió, y unos pies calzados con zapatillas con detalles dorados pisaron la tierra. Antes de que ella lograra salir, Boquet —su perrito peludo y saltarín— ganó la calle primero.

Cuando finalmente se puso de pie fuera del automóvil, observó la cabaña desde su posición. Frunció la nariz y cruzó los brazos.
—¿Es… esto? —dijo, inclinándose para mirar a su madre, que seguía al volante, mientras señalaba con el dedo sin preocuparse por la precisión.

Chanel apretó los dientes mirando la cabaña. Luego cambió su expresión por una sonrisa y giró el rostro para responder:
—Será solo por una semana. Tal vez menos, si logro terminar antes.

Anais, su hija, torció la boca. Tomó las llaves, su mochila y se dirigió hacia la puerta.

Chanel estaba por descender cuando sonó el celular.
—Te mantendré al tanto. Solo me falta terminar los últimos tres capítulos —dijo Chanel, tomando aire y poniendo los ojos en blanco—. No soy escritora, soy una exnadadora olímpica escribiendo su biografía. Creo que merezco un poco más de tiempo. Adiós, Tomás… adiós.

Cuando colgó, notó que había recibido tres mensajes reclamando su deuda con el banco. Cerró los ojos y tomó un par de respiraciones profundas. Luego arrojó el teléfono al fondo de su cartera, y se escuchó un clic seco al chocar con sus anteojos.

Anais entró a la cabaña. Olía a humedad, madera y humo. Se detuvo frente a la mesa, que tenía un par de vasos de vidrio encima. Con sus dedos escribió su nombre sobre la superficie. Era áspera. Sonrió por su arte. Miró a su alrededor: el resto de la habitación se encontraba en penumbras. Una gran mancha de hollín subía desde la chimenea hasta el techo, como un abismo hacia otro mundo.

Una cortina con un desgarro en la esquina cubría el ventanal. Al retirarla, una nube de polvo le cayó encima y comenzó a toser. Boquet movía su cola cortita con rapidez; un mundo nuevo se revelaba ante él. Parecía una pelota de pelos rebotando en cada rincón.

Mientras tosía, descubrió que pisaba algo. Era un folleto turístico descolorido y arrugado, que contaba curiosidades y leyendas del lago.
—¡Qué hermosa vista! —dijo su madre al entrar a la cabaña—. Creo que el muelle será un buen lugar para inspirarse.

Durante un segundo mantuvo su mirada en algo que llamó su atención. Un bote carcomido por el tiempo descansaba en la orilla, con sus costados agrietados como la piel curtida de un anciano. Aún podía leerse su nombre, The Shiner.

Apoyó los bolsos de ambas en el piso, su computadora y los borradores sobre la mesa.

Anais no escuchó a su madre: había tomado su teléfono celular y revisaba furiosa las novedades.
—¡Maldita zorra! Rita posteó fotos con Alan. Lo consiguió… y yo aquí. En un descuido, Boquet salió de la cabaña y se dispuso a descubrir qué eran todos esos aromas y sonidos desconocidos que llegaban a su hocico y orejas. Una ardilla corrió por su vida trepando por un tronco, un zorzal del bosque trinaba y lo observaba desde la seguridad de una rama.

Un olor peculiar… no era carne fresca, pero aún se podía comer. Su olfato lo dirigió por debajo del muelle, hasta la orilla. Allí estaba: un mechón de cabellos claros, pero de raíces oscuras, adheridos a un trozo de carne blanca, sin sangre. Olió con intenciones de tomarlo con la boca, pero algo parecido a un gusano grueso, de piel arrugada, lo reclamó y lo llevó de vuelta al lago. Boquet dio un salto hacia atrás y ladró a su inesperado oponente.

—¿Dónde está Boquet? —preguntó Chanel.

Anais miró por el ventanal. Una nube de algodón se alejaba de la orilla y se detuvo a unos metros.
—Allí está, ladrando al agua, el muy tonto.

La muchacha se arrojó sobre el sillón para continuar su persecución de las desventuras de Rita y su novio. Una nueva nube de polvo emergió de los almohadones y volvió a envolverla.
—¡Este lugar es una porquería! Siempre es lo mismo, mamá —dijo Anais, mientras se ponía de pie y se sacudía la ropa.

—¡Yo no soy tu sirvienta! Podrías ayudarme a descargar y limpiar un poco, en lugar de pavonearte con el teléfono. Eres… —Chanel apretó los labios y cerró el puño, clavando las uñas en la palma.

—¡Y a ti solo te interesa tu libro! Perdón por no haber nacido perfecta como tú —dijo la adolescente. Tomó uno de los almohadones y lo alzó para golpear el computador sobre la mesa.

Chanel se inclinó para abrazarlo, intentando protegerlo como si fuera un hijo. El almohadón arrastró los vasos, que estallaron contra sus manos y brazos, provocando decenas de pequeños cortes. Parecía que se había derramado tinta roja sobre los papeles y el equipo.
—Perdón, mamá… no quise hacerlo —dijo Anais. Entrecerró los ojos; su labio inferior se movía de forma espasmódica. Bajó los hombros y quiso tomarla de las manos, pero Chanel lo evitó. Se irguió casi sin mirarla ni decir palabra. Solo abrió las manos para decirle que se detenga, que no quería nada de ella.

Abrió la puerta, manchándola con un poco de sangre, y salió de la cabaña. Caminaba tiesa como una estaca, una mezcla de frustración y odio le oprimía el pecho. Se dirigió al muelle. Las gotas de sangre caían sin que ella lo percibiera, hasta que llegó al borde e hizo una profunda aspiración.

El sol se había inclinado y le daba de lleno en la cara. Los aromas a coníferas, el agua ancestral a sus pies, y los sonidos de las aves relajaron la tensión en su nuca. Fue allí que se dio cuenta de que había dejado un rastro de sangre sobre las tablas resecas por el sol. También caía al agua; estas se arremolinaban creando figuras difusas. 

Un chapoteo en el agua la volvió en sí. Bajo sus pies vio que algo se movía. Eran delgados, de piel arrugada. Se inclinó para observar mejor. Siguió con sus ojos lo que creyó que eran peces: eran largos… muy largos. Hasta que notó que estos no tenían fin. Los músculos de su cara se tensaron al descubrir que tal vez no era lo que parecía. Justo en el momento en que intentaba erguirse, un latigazo se alzó desde el agua. Se enrolló en sus piernas y la arrojó al lago.

Anais, dentro de la cabaña, escuchó a su madre pedir auxilio. La vio en el extremo del muelle, luchando por su vida, intentando alzarse desde el lago. La fuerza de sus brazos no era suficiente para vencer lo que la tiraba hacia las profundidades. 

—¡Mamá mamá! —gritaba la adolescente corriendo hacia ella.

Cuando llegó al muelle, su madre ya no estaba. Anais respiraba por su boca con dificultad, como si algo se hubiera atorado haciendo un sonido ronco. Boquet se detuvo a su lado y aulló como una cría de lobo.

Dos horas después, la policía acudió ante el llamado de emergencia de Anais.
—¿Tú creés lo que dijo la muchacha? —preguntó el forense al inspector Salmuera.

Anais estaba sentada en un rincón de la cabaña, con la mirada perdida en las tablas del suelo. Sus manos temblaban. A veces jugueteaba tomando algún borde de su ropa, otras veces se comía las uñas sin hacer ruido. Se tomaba un buen rato cortandolas hasta llegar a la carne.

En la última hora no había dicho palabra, solo bebió un poco de agua que le ofreció un oficial.
—Me cuesta creer que una exnadadora olímpica se ahogara en un lago a plena luz del día. Hay sangre por todos lados que llega hasta el muelle. —respondió Salmuera rascándose la cabeza y buscando con la mirada algún detalle que pasó por alto.

El sol se había ocultado detrás de las montañas, el lago se tornó negro como el carbon, inmovil, a la espera de una próxima oportunidad.


FIN


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