Muy temprano por la mañana, Jeremías inició el ascenso al monte Punta Blanco.
Miró su reloj: seis horas para llegar a la cima y descender por la tarde. Se detuvo unos segundos al pie del monte y tomó un par de fotografías. Las envió a su madre con un mensaje:
—Hola mamá. Aún hay nubes cubriendo la cima, pero para cuando llegue estará despejado. Besos.
Ajustó los cordones de sus botas y notó que la capellada del pie derecho estaba rayada. Escupió en sus dedos y frotó la zona, con la vana esperanza de repararla. Suspiró, resignado.
El monte se erguía como un gigante solitario en medio de una vasta llanura. No formaba parte de ninguna cordillera; simplemente estaba allí, como si la naturaleza se hubiese olvidado de buscarle un sitio más adecuado.
Treinta minutos más tarde, Jeremías ya estaba agitado. El camino parecía más una escalera empinada que un sendero de paseo. Se detuvo a recuperar el aliento; aún faltaban unos novecientos metros, según sus cálculos.
Tomó el teléfono. Hacía una semana que Anabela no respondía sus mensajes. El último le decía que la amaba y no quería que terminaran. Miró una fotografía de sus vacaciones juntos. Frunció los labios y contuvo la respiración.
Continuó el ascenso y, unos minutos después, murmuró:
—¿Te gusta la vista?
La compañía imaginaria de Anabela no respondió. Solo el viento le susurró en los oídos.
En el trayecto vio toda clase de graffitis sobre rocas y laderas. Le llamaron la atención algunos símbolos que evocaban antiguas civilizaciones que consideraban el monte un lugar sagrado, junto con dibujos caricaturescos de extraterrestres, de cabezas ovóides y ojos enormes. Decían que, en ciertas épocas del año, se veían luces inexplicables en el cielo.
Jeremías los miraba con desprecio. Pensaba que aquellos artistas aficionados eran unos idiotas que arruinaban el paisaje natural.
A mitad de camino le comenzó a doler la rodilla; hacia el final, el ardor en los dedos del pie le hizo sospechar de unas ampollas.
Al alcanzar la cima, se dejó caer sobre el suelo. Apoyó la espalda en una roca y contempló en silencio la panorámica del océano Atlántico y los bosques que se extendían al este. Se había quitado la chaqueta hacía rato, pero la usó para cubrirse la cabeza del sol.
Se descalzó para aliviar el dolor. Confirmó lo que temía: dos pequeñas pero punzantes ampollas. “Espero bajar caminando y no arrastrándome”, bromeó para sí.
Bebió agua y se palpó el abdomen. Notó la incipiente grasa acumulada: no había traído comida para combatirla. “Espero que mañana desaparezcas”, dijo mientras acariciaba su panza.
Tomó una fotografía y envió un mensaje: “Estoy en la cima.” La respuesta fue inmediata: “Besos, mamá.”
Pensó en enviársela también a Anabela, pero lo descartó y guardó el teléfono.
Sin darse cuenta, sus ojos comenzaron a cerrarse. El sol estaba en lo alto. El sueño lo venció y se quedó dormido.
Una brisa helada le golpeó el rostro y se llevó la chaqueta que usaba como sombrero. El viento ululaba entre las rocas, arrastrando los últimos vestigios de luz.
Una densa niebla desde abajo cubría el sendero de descenso. Jeremías se maldijo por no haber despertado antes.
Buscó sus botas, pero no las encontró. El ambiente desconocido le oprimió el pecho; sus manos y pies se helaron al instante. Un ruido sordo lo sobresaltó. Giró la cabeza, intentando identificar la fuente. El corazón le latía con fuerza. Las leyendas que había escuchado sobre el monte comenzaron a resonar, y una sensación de peligro lo recorrió por completo.
Respiraba agitado. La boca se le secó, la lengua parecía de cuero. Intentó ver más allá de la neblina, pero era inútil. El camino había desaparecido. Imaginó caer al vacío en medio de la oscuridad por no poder ver.
Se refugió entre dos rocas para escapar de la ventisca. Sus dientes castañeteaban; se frotaba las manos contra el cuerpo para obtener algo de calor.
Intentó contactar a su madre, lo alzó buscando conexión, sin éxito. Fue entonces cuando miró el cielo. Se desplegaba como una gigantesca pantalla de cine. Vio estrellas y constelaciones desconocidas. La Luna era distinta: enorme, sin cráteres, cubierta por un remolino de nubes blancas y ocres.
Un escalofrío desagradable le recorrió desde el estómago hasta la garganta. Tal vez no estaba donde creía.
No terminó de contemplar el cielo cuando escuchó pasos que se acercaban desde el sendero.
Antorchas —más de diez— se abrían paso con un intenso olor a hierbas y flores silvestres. Jeremías, en silencio, se ocultó en su refugio improvisado.
¿Por qué usarían antorchas y no linternas?, se preguntó. Le recordaba las películas de terror que veía de adolescente, donde se ofrecían sacrificios a dioses oscuros.
Escuchó un lenguaje desconocido, como un mantra recitado. El corazón galopaba queriendo salir por su boca. No pudo quedarse allí. Se desplazó a otro rincón, más oculto, intentando evitar lo que no quería imaginar.
Pisó guijarros filosos, soportando el dolor para ocultar su presencia. Pero los recién llegados lo oyeron; sus pasos se aceleraron.
Hombres de piel morena, con aspecto de indígenas primitivos, llegaron a la cima. El líder ordenó mediante señas que se dispersaran.
Portaban sogas, amuletos adornados con plumas y huesos, estandartes religiosos.
Jeremías no lo sabía, pero lo buscaban. Era el hombre del cielo, aquel que les trajo la montaña. Debía ser sacrificado para asegurar un año de buena cosecha y caza.
Ellos conocían ese lugar como la Montaña Mágica, un portal de tiempo y espacio.
Miró su reloj: seis horas para llegar a la cima y descender por la tarde. Se detuvo unos segundos al pie del monte y tomó un par de fotografías. Las envió a su madre con un mensaje:
—Hola mamá. Aún hay nubes cubriendo la cima, pero para cuando llegue estará despejado. Besos.
Ajustó los cordones de sus botas y notó que la capellada del pie derecho estaba rayada. Escupió en sus dedos y frotó la zona, con la vana esperanza de repararla. Suspiró, resignado.
El monte se erguía como un gigante solitario en medio de una vasta llanura. No formaba parte de ninguna cordillera; simplemente estaba allí, como si la naturaleza se hubiese olvidado de buscarle un sitio más adecuado.
Treinta minutos más tarde, Jeremías ya estaba agitado. El camino parecía más una escalera empinada que un sendero de paseo. Se detuvo a recuperar el aliento; aún faltaban unos novecientos metros, según sus cálculos.
Tomó el teléfono. Hacía una semana que Anabela no respondía sus mensajes. El último le decía que la amaba y no quería que terminaran. Miró una fotografía de sus vacaciones juntos. Frunció los labios y contuvo la respiración.
Continuó el ascenso y, unos minutos después, murmuró:
—¿Te gusta la vista?
La compañía imaginaria de Anabela no respondió. Solo el viento le susurró en los oídos.
En el trayecto vio toda clase de graffitis sobre rocas y laderas. Le llamaron la atención algunos símbolos que evocaban antiguas civilizaciones que consideraban el monte un lugar sagrado, junto con dibujos caricaturescos de extraterrestres, de cabezas ovóides y ojos enormes. Decían que, en ciertas épocas del año, se veían luces inexplicables en el cielo.
Jeremías los miraba con desprecio. Pensaba que aquellos artistas aficionados eran unos idiotas que arruinaban el paisaje natural.
A mitad de camino le comenzó a doler la rodilla; hacia el final, el ardor en los dedos del pie le hizo sospechar de unas ampollas.
Al alcanzar la cima, se dejó caer sobre el suelo. Apoyó la espalda en una roca y contempló en silencio la panorámica del océano Atlántico y los bosques que se extendían al este. Se había quitado la chaqueta hacía rato, pero la usó para cubrirse la cabeza del sol.
Se descalzó para aliviar el dolor. Confirmó lo que temía: dos pequeñas pero punzantes ampollas. “Espero bajar caminando y no arrastrándome”, bromeó para sí.
Bebió agua y se palpó el abdomen. Notó la incipiente grasa acumulada: no había traído comida para combatirla. “Espero que mañana desaparezcas”, dijo mientras acariciaba su panza.
Tomó una fotografía y envió un mensaje: “Estoy en la cima.” La respuesta fue inmediata: “Besos, mamá.”
Pensó en enviársela también a Anabela, pero lo descartó y guardó el teléfono.
Sin darse cuenta, sus ojos comenzaron a cerrarse. El sol estaba en lo alto. El sueño lo venció y se quedó dormido.
Una brisa helada le golpeó el rostro y se llevó la chaqueta que usaba como sombrero. El viento ululaba entre las rocas, arrastrando los últimos vestigios de luz.
Una densa niebla desde abajo cubría el sendero de descenso. Jeremías se maldijo por no haber despertado antes.
Buscó sus botas, pero no las encontró. El ambiente desconocido le oprimió el pecho; sus manos y pies se helaron al instante. Un ruido sordo lo sobresaltó. Giró la cabeza, intentando identificar la fuente. El corazón le latía con fuerza. Las leyendas que había escuchado sobre el monte comenzaron a resonar, y una sensación de peligro lo recorrió por completo.
Respiraba agitado. La boca se le secó, la lengua parecía de cuero. Intentó ver más allá de la neblina, pero era inútil. El camino había desaparecido. Imaginó caer al vacío en medio de la oscuridad por no poder ver.
Se refugió entre dos rocas para escapar de la ventisca. Sus dientes castañeteaban; se frotaba las manos contra el cuerpo para obtener algo de calor.
Intentó contactar a su madre, lo alzó buscando conexión, sin éxito. Fue entonces cuando miró el cielo. Se desplegaba como una gigantesca pantalla de cine. Vio estrellas y constelaciones desconocidas. La Luna era distinta: enorme, sin cráteres, cubierta por un remolino de nubes blancas y ocres.
Un escalofrío desagradable le recorrió desde el estómago hasta la garganta. Tal vez no estaba donde creía.
No terminó de contemplar el cielo cuando escuchó pasos que se acercaban desde el sendero.
Antorchas —más de diez— se abrían paso con un intenso olor a hierbas y flores silvestres. Jeremías, en silencio, se ocultó en su refugio improvisado.
¿Por qué usarían antorchas y no linternas?, se preguntó. Le recordaba las películas de terror que veía de adolescente, donde se ofrecían sacrificios a dioses oscuros.
Escuchó un lenguaje desconocido, como un mantra recitado. El corazón galopaba queriendo salir por su boca. No pudo quedarse allí. Se desplazó a otro rincón, más oculto, intentando evitar lo que no quería imaginar.
Pisó guijarros filosos, soportando el dolor para ocultar su presencia. Pero los recién llegados lo oyeron; sus pasos se aceleraron.
Hombres de piel morena, con aspecto de indígenas primitivos, llegaron a la cima. El líder ordenó mediante señas que se dispersaran.
Portaban sogas, amuletos adornados con plumas y huesos, estandartes religiosos.
Jeremías no lo sabía, pero lo buscaban. Era el hombre del cielo, aquel que les trajo la montaña. Debía ser sacrificado para asegurar un año de buena cosecha y caza.
Ellos conocían ese lugar como la Montaña Mágica, un portal de tiempo y espacio.