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Todavía estoy allí (fantasía)

En ese risco, sudando, con la lanza temblando. Todavía la miro, aunque ya había perdido su amor… para siempre.

Cuando cumplí catorce años, no tenía idea de lo qué quería ser. A veces me pregunto si algún día descubriré para qué sirvo. En aquella época, me conformaba con pasar el tiempo con mi mejor amiga: Alis Vaena.

Éramos la segunda generación nacida en Lubus, un planeta seco que orbitaba las estrellas dobles de Alfa Centauri. El aire era respirable, pero tenía una textura distinta según me había contado mi abuelo.

Nos encantaba recorrer el Desierto de la Muerte: una tierra de arena finísima, color ocre, salpicada de rocas y elevaciones. Desde esas alturas, veíamos cómo los dos soles se ocultaban en el horizonte. Era un espectáculo increíble: los colores desaparecían, y solo podías ver en rojo y negro. Le habíamos puesto ese nombre para añadirle dramatismo, aunque en realidad no es un lugar peligroso… salvo que hiciéramos alguna estupidez.

Hace miles de años, el planeta fue habitado por una especie parecida a la humana. No se sabe con certeza por qué se extinguieron. Algunos hablan de una peste; otros, de un cataclismo astronómico. Se cree que el Desierto de la Muerte fue un asentamiento lubusiano. Si uno escarba con cuidado, puede hallar restos arqueológicos. Una vez encontré unas piezas metálicas redondas, como monedas sin inscripciones. No tienen valor, pero las conservo. Fue el primer día que vine aquí con Alis. Me recuerdan a ella cada vez que las veo.

No éramos los únicos en el desierto. También estaba la banda de Drack. A ellos solo les interesaba cazar zoópidos, unos erizos pequeños que se liberaron en el desierto como experimento para introducir fauna. No funcionó. Al principio eran inofensivos, pero con el tiempo sus púas desarrollaron una toxina letal si no se trata de inmediato.

Me fascinaba la manera en que Alis elegía dónde excavar. Decía que los lubusianos probablemente usaron la posición de los dos soles para organizar sus viviendas. Aquí el calor es más tolerable: donde en la Tierra podrías tener 45°C, en Lubus apenas llega a la mitad. Alis se paraba de cara al sol, cerraba los ojos y, en ese instante, podía mirarla sin que notara mi mirada. Me gustaban sus pecas, aunque a ella no le gustaban nada. Entonces, con los ojos aún cerrados, imaginaba el pueblo lubusiano a sus espaldas, y al abrirlos giraba y señalaba el lugar donde “había” visto una casa.

Teníamos que ser cuidadosos de no escarbar sobre un túnel de zoópidos, así que revisábamos bien los alrededores antes de empezar. Yo la hacía reír con mis chistes malos. Y me encantaba cuando reía tanto que se agarraba la panza del dolor. Ese era mi plan secreto para conquistarla: humor y arqueología. Soñaba con encontrar algo valioso para regalárselo, aunque por ahora solo dábamos con pedazos de cerámica que nadie podía asegurar si eran lubusianos o trozos de piedras rotas.

Mi plan parecía marchar bien… hasta que Drack se fijó en Alis. Se presentó con su banda y un zoópido muerto colgando de una cuerda. Dijo que lo había cazado él mismo y se lo ofreció como regalo. Ella lo rechazó.

Al principio Alis me dijo que Drack le caía mal, y yo suspiré aliviado. Pero con los días, su mirada hacia él comenzó a cambiar. Él volvió, ya no con presas, sino recomendando lugares para escavar. Y las conversaciones entre ellos se alargaban más y más. Llegó un punto en que ni siquiera volvíamos a revisar los hoyos del día anterior.

Fue entonces que se me ocurrió el desafío: retarlo a ver quién cazaba un zoópido primero. Al fin y al cabo, era como un roedor… con púas. ¿Qué tan difícil podía ser? Pensé que así Alis me vería más audaz. Como Drack. Días antes había descubierto un túnel disimulado entre las piedras. Sabía que tenía ventaja.

El día llegó. Alis no estaba segura de si mi reto era una buena idea. Yo tampoco. Pero creía que era la única forma de volver a llamar su atención.

Drack fue el primero en intentarlo. Estaba convencido de que podría atrapar uno en pocos minutos. Siguió un rastro reciente, bajó por un pequeño barranco y trató de bloquear la salida con una red. Pero cuando se lanzó, el zoópido desapareció por un agujero oculto entre las rocas. Drack cayó y se levantó furioso, cubierto de polvo. Alis se rió, y por un momento sentí que aún tenía una oportunidad.

Entonces fue mi turno. Fuí al túnel que había descubierto y forcé al animalejo a salir. El zoópido corrió hacia el borde del risco, acorralado. Se movía con desesperación, buscando una salida. Me acerqué despacio, empuñando una varilla afilada, sin quitarle la vista de encima. Solo tenía que apuñalarlo antes de que diera uno de esos saltitos rápidos.

Lancé mi primer intento, pero fui demasiado lento. Solo golpeé la roca. Me preparé para el segundo. El zoópido se movía más rápido. Yo era el depredador, y él lo sabía. El sudor me caía por la frente, pero entonces desvié la mirada.

Vi a Alis. Su expresión era de angustia, pero estaba abrazada del brazo de Drack. Su mano descansaba sobre la de él. Esa imagen me golpeó el pecho. Me distrajo un segundo. El suficiente.

El zoópido corrió directo hacia mí y pasó entre mis pies. No tuve tiempo de usar la lanza; intenté patearlo, pero fue inútil. Sentí un dolor agudo en el tobillo: dos púas se habían clavado.

El zoópido escapó. Y el efecto del veneno fue inmediato. Era como si una llama se encendiera dentro de mi pierna. Perdí la sensibilidad y caí al suelo. Antes de cerrar los ojos, solo pensaba en la sonrisa de Alis, en su rostro frente al sol. Me arrepentía de no haberle dicho que la amaba.

Desperté un día después en el hospital. Mamá me contó que Alis y otros chicos me habían llevado tan rápido como pudieron. Hacía pocos minutos que ella se había ido. No quise verla. Me sentía avergonzado. En mi mente, revivía esa caída una y otra vez. Tal vez yo mismo destruí nuestra amistad. Dejé de verla, no respondí más a sus mensajes.

Tiempo después, su familia logró lo imposible: viajar a la Tierra por una oportunidad que ganó su padre. El tiempo pasó. Perdí el rastro. En la Tierra existen miles de Alis Vaena. Tal vez cambió su nombre. Tal vez me olvidó.

Treinta años después, estoy de nuevo en el Desierto de la Muerte. Sostengo las monedas lubusianas. Ambos lados son iguales. Ni siquiera puedo confiarles un cara o cruz.

Si cierro los ojos, sigo allí, con catorce años, parado sobre la gran piedra. Aterrado. Enamorado.

Todavía estoy allí.

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