El cuarto no tenía ventanas; un pequeño tragaluz enrejado cerca del techo era la única entrada de aire cuando la puerta se cerraba. Todo estaba pintado de blanco, excepto la mesa y las sillas, que eran de hierro pintado en gris.
Solange estaba sentada allí. A su lado se encontraba la Dra. Rocamora, su abogada, y dos policías que la interrogaban estaban de frente. Mantenía los pies sobre la silla y abrazaba sus piernas. Por momentos miraba a los policías, aunque la mayor parte del tiempo hundía el rostro entre sus rodillas. Su cabello parecía haber sido cortado a tijeretazos, y el azul, el castaño y el amarillo se mezclaban entre sí.
Solange, entiendo que es difícil, pero necesitamos que nos cuentes tu versión de los hechos —dijo el policía más viejo, que lucía un armazón de anteojos negros con cristales gruesos, lo que le daba un aspecto cómico.
—Recién hablé con Felipe, y él cooperó contando toda la historia —dijo el otro policía, más joven, de piel cetrina y nariz de gancho.
—Por favor, es importante que nos cuentes qué sucedió —dijo la Dra. Rocamora, acariciándole el hombro con su mano regordeta y uñas sin pintar.
Solange tomó aire y empezó a hablar sin cambiar su posición fetal. Su voz sonaba ronca, apagada, como si estuviera hablando desde un lugar muy lejano.
—Fue un sábado cuando lo conocí —dijo. Se detuvo unos segundos y luego agregó—: Los sábados son los mejores días en la biblioteca, porque a la mañana no hay mucha gente. El único sonido es cuando Raquel, la bibliotecaria, hace funcionar la pesada abrochadora de hierro para perforar las tarjetas. Siempre me siento en la mesa que está cerca del baño; casi nadie la elige, pero es la mejor. Desde allí puedo ver toda la biblioteca, y nadie se da cuenta de que estoy allí, observando.
—¿Por qué es importante para ti estar apartada, casi escondida de la gente? —preguntó el policía de anteojos.
—La gente no me quiere. Dicen que soy rara. A mí tampoco me gusta hablar con ellos —respondió Solange y, por un momento, separó su rostro de sus piernas. Desvió la mirada hacia una mosca que se posaba en la mesa y le recordó un fragmento de su infancia.
—¡Siempre eres la misma idiota! Dejaste que una mosca se posara en la torta —dijo Susana, su madre.
Solange tenía ocho años y estaba al lado de su torta de chocolate y crema para su cumpleaños número nueve. La espantó con la mano, pero sus dedos también rozaron la superficie del pastel, que no era tan lindo como los que había visto en los cumpleaños de sus compañeras del colegio. Como en los años anteriores, muy pocas se atrevieron a pedir un pedazo, y menos aún a terminarlo. Y, como al final de todos los cumpleaños, Susana culpó a Solange por no haber hecho lo suficiente, porque los niños bostezan al cabo de una hora y querían irse sin probar el pastel.
—Solange, Solange. ¿Qué sucedió luego? —preguntó el policía más viejo.
—Él se sentó en mi mesa. Solo vi que apoyó el libro y sus manos, que lo abrían. No podía levantar los ojos de mi lectura. Tenía un perfume raro; me hizo estornudar, y él se rió. Fue entonces cuando lo miré. Fue un movimiento rápido de ojos, pero me di cuenta de que estaba buscando problemas. Su risa era de costado y su pelo estaba suelto, como si un viento eterno lo mantuviera peinado. Me preguntó si le molestaba, pero no pude responder; mi cara se puso roja y comencé a sudar. Las gotas corrían por mi frente. Creo que se dio cuenta de algo. Me dijo que se llamaba Felipe y se fue.
Los hombres siempre se fueron. Su papá se fue cuando ella cumplió cuatro años. Susana le dijo que era culpa suya, porque era llorona y no lo dejaba descansar. Por eso, ahora casi no habla; evita hacer ruido cuando respira, cuando camina, cuando come. Intenta ser como un fantasma para no molestar a nadie. También se fue su mejor amigo del colegio: la abandonó por otras chicas más inteligentes, según dijo él. Por eso, se dispuso a leer todo lo que pudiera, y la biblioteca se convirtió en su segundo hogar, su refugio de un mundo hostil.
Una vez se enamoró, pero su mamá se opuso. Dijo que era mejor evitar una desilusión y habló con la familia del chico. Les contó sobre sus visitas al psicólogo, los medicamentos que tomaba, lo inestable de su carácter. Después de eso, Solange no quiso volver a verlo, y Susana se convirtió en la guardiana de su vida.
—Continúa, Solange, vas bien —dijo la Dra. Rocamora.
Voy muy temprano a la biblioteca y, para mi sorpresa, él estaba sentado en mi mesa, leyendo un libro de poesías. Las hojas eran gruesas y amarillas; parecían ásperas. Estaba decidida a recuperar mi lugar, segura de que él se iría. Pero no lo hizo, y me gustó. Tal vez era como yo y podíamos ser amigos.
Cuando me senté, me dijo:
—Hola, ¿cómo te llamas?
—Solange —le respondí.
Raquel nos miraba cuando hablábamos. Es amiga de mi mamá, y no quería que le dijera nada sobre mi nuevo amigo. Así que, cuando ella daba vueltas por allí o alzaba la mirada hacia donde estábamos, me limitaba a leer. Pero no podía evitar reírme de las cosas que decía Felipe; era muy gracioso. Me contaba de su perro, que rompía todo, de que estaba estudiando Literatura, de lo tontos que eran sus amigos y de su sueño de ser profesor en la universidad.
Solange baja los pies al piso y apoya los brazos sobre la mesa. Sus ojos permanecen clavados en un punto detrás de los policías, como si estuviera viendo pasar la película de su vida. Su voz suena más tensa; marca las palabras. Se nota una ira contenida cuando mueve los labios, los aprieta al terminar cada frase, como si intentara contener aquello que no quiere decir.
—Luego de un mes, mi mamá se enteró de Felipe y me preguntó con quién hablaba en la biblioteca. Le dije que solo era un amigo y, entonces, me aumentó la dosis de Prophanerol, como si eso hiciera que lo olvidara o que desapareciera por arte de magia. Tomaba las pastillas, pero corría a vomitarlas; no quería parecer una tonta delante de Felipe. Además, me había invitado a dar un paseo —dijo Solange.
Quedó en silencio, abstraída del asfixiante cuarto que no olía bien. Allí interrogaban a todo tipo de gente, y no siempre estaban bañados y perfumados. Una suave sonrisa, fugaz, apareció en sus labios.
—¿Fueron a dar el paseo? —preguntaron los policías, impacientes.
La Dra. Rocamora apoyó su mano sobre la de Solange.
Ese día nos íbamos a encontrar en la biblioteca y, desde allí, iríamos al centro de la ciudad. No lo conocía y sería toda una aventura. Pero mi mamá entró en mi cuarto y cerró la puerta detrás de ella. Me dijo que había hablado con el muchacho y que no volvería nunca más a la biblioteca.
Recuerdo que le grité muy fuerte:
—¡Mentira, es mentira!
Corrí hacia la biblioteca. Sobre nuestra mesa, que había sido nuestra cómplice durante todas esas semanas, encontré una carta para mí. Decía que lamentaba no verme más, pero que sería mejor así; que no quería ser un estorbo para mí ni generar falsas expectativas. Cerré los ojos y las lágrimas cayeron por mis mejillas. Apreté la carta entre las manos.
Fue entonces cuando escuché:
—Trac, trac, trac.
Era Raquel, perforando tarjetas.
Los policías se inclinaron hacia atrás y apoyaron sus espaldas en la silla. Se alejaron de Solange de forma sutil. Ella comenzó a llorar, y su boca se torció en llanto.
Continuó su relato:
—En ese momento me di cuenta de que mi mamá sólo podía enterarse si alguien le contaba sobre Felipe, y ese alguien era Raquel.
Fui caminando hacia su escritorio. Cada paso que daba retumbaba en la sala y algunos alzaron la vista para mirarme. Cuando estuve frente a ella, me preguntó si necesitaba algo. No contesté. Solo alcé la pesada abrochadora de hierro y me lancé sobre el escritorio para golpearla.
A partir de ese momento no recuerdo nada. Solo me acuerdo de cuando alguien me quitó la abrochadora de las manos y me levantaron de encima de Raquel. No la reconocí, ni siquiera reconocí que fuera una persona. Era una gran mancha de ropa, carne y sangre. Mucha sangre.
Solange se cubre la cara con las manos y se arroja a llorar en el pecho de la Dra. Rocamora. Los policías se ponen de pie y se retiran de la sala. Con la mirada, le señalan a la abogada que le darán su tiempo.
—El muchacho declaró algo interesante —preguntó el policía de anteojos al joven.
—Confirmó que, una vez, se sentó en la misma mesa que la chica, pero se levantó y la dejó sola. Nunca más volvió a cruzar palabra con ella, y no encontramos ningún testigo que niegue lo que dice. Además, la historia que ella contó sobre él no es real. Ni siquiera estudia Literatura, ni tiene un perro.
El viejo se quitó los anteojos y los limpió con un pañuelo mientras decía:
—Me pregunto si la tal Susana existirá, porque ella vivía en un cuartito al fondo de la biblioteca junto con Raquel, su mamá.
—Tal vez su mente buscó una forma de quitar a su madre de su único mundo privado: la biblioteca —dijo el joven policía, levantando los hombros.