Ricardo Lambert viajaba por la ruta cuando la noche cayó sobre él. Quería llegar al Rincón de Bustamante, un restaurante de campo. Lo esperaba Ezequiel Cervantes, un rico ganadero. Estaba interesado en depositar su dinero en el nuevo desarrollo inmobiliario de Lambert.
El celular sonó dentro del automóvil. Era el abogado. El juez firmaría la sentencia para liberar a Lambert de todo cargo por Desarrollos del Sur. ¡Qué suerte que existan los sobornos!, pensó. Su satisfacción no entraba en su cuerpo, ni siquiera la infinita ruta podía contenerlo. Bajó la ventanilla y tomó una profunda inhalación. El aire dentro del automóvil ya no era suficiente.
El GPS le indicó que había llegado. Se detuvo con escepticismo. Agudizó su vista intentando entender el lugar. ¡Esto es horrible!, dijo. Imaginó que sería un restaurante adosado a una estación de servicio, pero era un pequeño local de diez por diez metros, una caja cuadrada en medio de pastizales y oscuridad. Vio a un hombre calvo con barba, era Cervantes en la puerta haciendo señas con los brazos.
La senda para ingresar con el automóvil era de tierra desnuda, y un par de luces amarillas acomodadas a modo de guirnaldas, decoraban el frente y donde estacionar. Las paredes eran de un rosado pálido, pero donde el sol no golpeaba, aún sobrevivía un violeta oscuro. Con la vista buscó dónde estaban atados los caballos, porque pensó que solo faltaba ese detalle.
Por un momento consideró hacerle firmar el contrato por la ventanilla, sin bajar del Mercedes, pero sería grosero.
Dejó su chaqueta en el asiento del acompañante. Se resignó a ensuciarse con tierra los finos zapatos y pantalones italianos.
Descendió con la carpeta de documentos y caminó hacia la puerta. Cervantes fue a su encuentro y a mitad de camino estrecharon las manos.
—Venga que conozco al dueño. Nos preparó carne asada y un Don Perignon. —dijo Cervantes. Su barba era tan espesa que cubría su sonrisa.
El interior le pareció aún peor. Se encontraba sin comensales, solo eran ellos dos. La luz era tenue y evitaba ver las paredes sin pintar o la falta de ornamentaciones. Sin embargo, la camarera que mantenía su cabello con una cofia negra y unos anteojos demasiado grandes para su cara, los invitó a sentarse en una mesa debajo de una buena luz. A Lambert le gustó ese detalle, al menos vería que comía. También le agradaron las melodías suaves y clásicas que acompañarían la velada. Se sentó dando la espalda a la puerta de entrada.
Al fondo estaba un mostrador y detrás la cocina. Se escuchaba por momentos conversaciones inentendibles, ruido de ollas y una canilla abierta chorreando agua.
Lambert observaba con detalle a su alrededor, mientras que su anfitrión estaba interesado en conversar. Hay algo raro aquí, pensó. Tomó el contrato decidido a hacerlo firmar e irse. Disculpándose por sentirse indispuesto para cenar. Pero Cervantes notó el movimiento y su característica sonrisa se desdibujó.
Lambert en una fracción de segundos recordó que a Cervantes le disgusta que lo presionen. Decía que era una táctica de ventas que odiaba. Además, había prometido una sustanciosa cifra para el desarrollo y no iba a echarlo a perder por sesenta minutos más. Disimuló acomodar el contrato en una silla.
La camarera se acercó con dos copas y colocó sobre la mesa el Don Perignon. Lambert tomó su copa y la puso a través de la luz, estaba limpia y sin manchas. Suspiró aliviado.
—Por favor, tinto después. —dijo Cervantes y dirigiéndose a la mujer— Antes de la comida tráiganos el aperitivo de la casa.
La camarera giró y se dirigió a la cocina. A Lambert por un momento le pareció conocido su rostro. Pero era imposible, nunca había estado en ese lugar ni siquiera en la zona.
En menos de cinco minutos estaba de vuelta con dos vasos helados, parecían envueltos en hielo. El vaso de Lambert tenía el revolvedor con una banderita en la punta.
Al apoyarlos sobre la mesa, se escuchó el chirrido de la puerta arrastrándose por el piso. Alguien estaba entrando al local y la camarera fue a recibirlos. Cervantes la siguió con la mirada y el ceño fruncido.
Lambert giró para ver. Era una pareja de viejos que ingresaba. El hombre vestía unos pantalones muy anchos y una boina, eran pobladores del campo. La camarera les dijo algo en voz baja y se retiraron. Lambert se volvió a Cervantes y este dirigió la vista hacia él y renovó la sonrisa.
—Gente que se pierde. Siempre paran para preguntar. Quieren ir para la zona de San Esteban y se equivocan de ruta. —dijo y tomó el vaso con el aperitivo. —Brindemos como hacemos en mi pueblo y cerramos el contrato. ¡Hasta el fondo!
Chocaron los vasos. Probó un sorbo y le gustó. Una especie de Martini más fresco y dulce. Lo tragó todo. Cuando bajaron los vasos se reían como amigos de aventuras.
—Vamos, deme el contrato que firmo ahora.
Lambert le indicaba dónde estampar la firma, pero sus tripas empezaron a hacer ruido y un incipiente pinchazo en el estómago apareció.
Cervantes escuchó los crujientes sonidos, pero hizo como si nada.
Para intentar pensar en otra cosa que no sea en su malestar, preguntó por la familia de su nuevo inversionista.
—¿Tiene hijos? —
—Sí, Mariela. Hoy tendría veinte años. —respondió sin levantar los ojos de los documentos.
—Lo lamento —dijo Lambert.
—Son cosas que pasan. —dijo Cervantes. Alzó la vista y su sonrisa había desaparecido junto con su voz amena. Y agregó. —¿Se olvidó de nosotros?
La pregunta paralizó a Lambert. Se quedó mirándolo a los ojos y notó que la camarera se acercaba. En ese momento tenía las manos en el estómago para mantenerlo apretado porque era menos doloroso.
—Estábamos felices cuando compramos la casa. —comenzó a relatar Cervantes. Sus ojos brillaban con lágrimas que no se decidían salir y sus palabras se quebraban. —La compramos en Desarrollos del Sur.
Los miró con mayor detenimiento y los reconoció. Era un matrimonio que lloró durante todo el juicio. Su apellido no era Cervantes, pero tampoco lo recordaba. Él había dejado crecer su barba y afeitado su cabellera. La mesera se quitó los anteojos y soltó su pelo.
—¿Se acuerda cuando le dijimos que las paredes del edificio tenían rajaduras? Dijo que todo estaba bien. Esa mañana fuimos al supermercado y Mariela quiso quedarse porque quería preparar una sorpresa para cuando volviéramos. Nunca pudimos descubrir qué fue.
Las miradas frías penetraron como cuchillos en los ojos de Lambert.
—Están equivocados. Yo soy inocente, el Juez me dio la razón. —respondió balbuceando.
Se puso de pie y arrastró todo lo que había en la mesa al piso. Podía caminar doblando el estómago. Se dirigió a la cocina a pedir ayuda y ellos lo seguían con la mirada. Cuando alcanzó a llegar, la encontró vacía. Un parlante reproducía los sonidos de conversaciones y vajillas golpeando. Algo se rajó dentro de él liberando un líquido caliente y se dejó caer al suelo. Un sabor agrio subió por la garganta y ellos se acercaron.
—¡Basura mal parida! —dijo la mujer.
El esposo la detuvo cuando iba a patearle la cara.
—No lo toques, déjalo que se muera solo. Vaciemos el lugar, no tiene que quedar nada. —el hombre se inclinó hacia Lambert y agregó— Si llegas al cielo, el Don Perignon lo bebes con San Pedro.