Estaba feliz de formar parte del equipo de investigación de la Dra. Durand. Las letras de mi nombre, Dr. Daniel Tizan, brillaban en la placa de dos metros que adornaba la entrada del instituto.
Hubiera querido estar entre los primeros, cerca de ella, pero como recién había ingresado, era un completo desconocido. Un lugar al final de la lista era mucho mejor que no estarlo.
Recuerdo mi primera entrevista con la Dra. Durand, una premio Nobel en Medicina Regenerativa que escuchó atentamente mis argumentos. Una mujer que se había utilizado a sí misma como conejillo de indias para demostrar su investigación, porque solo así podía comprender lo que su cuerpo le decía, lo que debía buscar.
Hace dos años que el equipo intentaba encontrar el gen de la inmortalidad. Era cierto que enfrentábamos terribles dilemas éticos, pero podría ser una herramienta invaluable para los astronautas del futuro, quienes ya no tendrían que enfrentar la degradación de sus cuerpos y morir en largas travesías espaciales.
Desde mi cubículo, a través de los cristales, observaba a Durand. Llevaba el cabello corto y, al inclinarse para mirar por el microscopio, se lo colocaba detrás de la oreja. En ese momento, el agudo sonido de la alarma del secuenciador inundó el laboratorio. Había logrado documentar la secuencia de ensamblaje entre la ameba mauritania y una célula de dermis humana. Instintivamente, giré la cabeza hacia la pantalla y sentí una mano posarse en mi hombro. Era Durand. Alertada por el sonido de la alarma, se había acercado a mi cubículo.
Me sobresaltó su presencia. No la había visto acercarse ni había escuchado abrir la puerta de cristal.
—La mauritania absorbe la célula y la replica sin alterarla —dijo en voz baja aterciopelada, cerca de mi oído. Si bien no había nada explícitamente sexual en el comentario, sentí una suave electricidad recorriendo mi piel.
Segundos después, la pantalla del secuenciador confirmaba sus palabras. La ameba mauritania repetía el proceso, lo que significaba que podía vivir indefinidamente.
—¿Cómo lo adivinaste? —pregunté.
—Son las ventajas de ser yo —respondió con una sonrisa pícara. Sus ojos brillaban como los de una adolescente que acaba de decir algo gracioso.
La Dra. Durand era veinte años mayor que yo, pero esa tarde, por un breve instante, tuve el privilegio de conocer su verdadero yo. Una mujer alegre pero con una cierta dosis de soledad.
—Tenemos la clave, solo falta aplicarla en humanos. ¡Tenemos mucho trabajo por delante! —exclamé, llevándome las manos a la cabeza.
—Ya tengo las respuestas. Solo necesito confirmarlas un par de veces más —dijo, clavando en mí una mirada que decía que estaba apunto de cometer una travesura.
Sonreí. Sabía cómo manejar el misterio y mantener un paso adelante del resto del equipo.
—¡Entonces deberíamos celebrarlo! —propuse.
—Buena idea, pero esperemos unos días hasta que esté completamente segura. Celebrar la victoria antes de tiempo trae mala suerte —dijo, inclinando ligeramente la cabeza. Luego, agregó con una sonrisa—. Pero podría sorprenderte con una cena casera. Además, necesito hablar contigo.
Acordamos la hora en su departamento. Al girarse para irse, no pude evitar admirar su juvenil figura. ¿Cómo había logrado mantenerla tan bien oculta? me pregunté.
Sacudí la cabeza para despejar mis pensamientos lujuriosos. Después de todo, había dedicado muchas horas, incluso fines de semana completos, a alcanzar este punto. Estaba seguro de que quería hablar conmigo sobre un posible cambio de posición en el equipo. Había escuchado rumores de que la desaparición del Dr. Icarus había dejado un puesto vacante. Un puesto que podría darme presencia en la comunidad científica.
Fui muy puntual a la cita. Al abrir la puerta, pensé por un instante que se trataba de su hermana menor, aunque sabía que era hija única. Me quedé en silencio, tratando de evitar cualquier malentendido. Sin embargo, ella notó mi sorpresa. Sonrió, desvió la mirada y se acomodó nerviosamente el cabello.
Cenamos, pero Durand apenas probó bocado. Se disculpó por sentirse indispuesta. A pesar de eso, yo disfruté de la deliciosa carne asada.
Conversamos sobre temas triviales, tratando de dejar el trabajo de lado durante la cena. En un momento dado, comenzó a acercarse a mí de manera tímida, buscando excusas para acortar la distancia.
—Debo confesarte algo... —dijo, deteniéndose. Sus ojos se clavaron en los míos.
Lo que sucedió después fue demasiado rápido. Cuando me di cuenta, estábamos desnudos en la cama y ella estaba encima de mí.
Acariciaba su espalda y apretaba sus muslos contra los míos. La pasión era tan intensa que comenzó a sudar. Al principio, el sudor me excitaba, pero luego se volvió irritante y pegajoso.
Intenté separarme de ella, pero mi piel ardía como si estuviera siendo bañada en agua hirviendo. Mis brazos estaban pegados a su cuerpo. De repente, recordé las palabras de Durand: "Tengo las respuestas. Solo necesito confirmarlas un par de veces más". También recordé la ameba mauritania que absorbe a la célula humana y la audacia de utilizar su propio cuerpo para experimentar.
Estaba a punto de gritar cuando ella me tapó la boca con la suya y sentí algo espeso y urticante. Cientos de filamentos finos y largos, como cabellos, descendían hasta las profundidades de mi garganta.