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Zona Límite (thriller/suspenso)

 


A esta hora la ciudad está más silenciosa. Puedo ver en las ventanas del edificio de enfrente pocas luces encendidas y destellos de colores de las pantallas de televisión. Calculo que debe ser la una de la madrugada de un húmedo martes de verano.


Descalzo y en pijama, estoy sentado en el piso del balcón, junto a Freddy, mi vecino. Ahora que he desahogado mi furia, respiro pausadamente y, de vez en cuando, hago una gran exhalación. Mis hombros están relajados, al igual que mis párpados. Aparento estar calmado, pero un fuego intenso crece en mi pecho que me consumirá si no encuentro una solución.


Hace dos meses que me mudé a mi nuevo departamento. Fue una compra difícil como todas las cosas en mi vida, pero lo logré. El 3° C era mi hogar, mi castillo.


No soy del tipo que se pone nervioso por cualquier cosa, diría que soy casi un pacifista. Sin embargo, cuando conocí a mi vecino, el del 3° B, mis convicciones se resquebrajaron. Recuerdo cuando comenzó a clavar clavos en la pared para colgar su estúpida colección de ponis multicolor y casi perfora la mía, que había pintado ese mismo día. No pude quedarme callado.


Clavé mis nudillos repetidamente en su puerta hasta que, por fin, se abrió. En ese momento, me di cuenta de que clasificarlo como humano era una tarea difícil. Era una mezcla entre un ogro y un simio bruto. Parecía no estar acostumbrado a que lo confrontaran. Su boca entreabierta y sus párpados caídos le daban un aspecto casi idiota. Como respuesta a mis reclamos, golpeó la pared con más fuerza.


En la reunión de condominio descubrí que se llamaba Jorge Polinsky, pero yo lo apodaba Freddy. Vivía solo, su esposa lo había abandonado, algo que no me sorprendía. Mi caso era muy diferente. Eso no me sucedería nunca, pues estaba buscando a la mujer ideal.


Compartíamos el espacio del balcón, separado por un fino tabique. Él, sin embargo, había convertido su lado en un depósito de maderas, hierros, jaulas de pájaros y todo tipo de objetos. El polvo acumulado indicaba que los había abandonado allí. Incluso vi una familia de lagartijas escondida entre los trastos. Lo peor era que el tabique se estaba inclinando hacia mi lado, invadiendo mi espacio. Como sabía que hablar no serviría de mucho, decidí tomar cartas en el asunto, ya que su basura había invadido al menos cinco milímetros de mi territorio.


Tanteé con las manos los objetos, evitando ensuciarme, y noté que era fácil empujarlos hacia su lado. Sólo faltaba determinar cuándo lo haría. Según mis observaciones, no volvía del trabajo antes de las 19:00 horas. Por desgracia, yo regresaba a mi hogar tan solo cinco minutos antes. Tenía ese corto lapso para completar mi misión. Me paré encima de un taburete y, con guantes en las manos, despegué sus cosas del tabique y muy despacio comencé a inclinarlas hacia su territorio hasta que se precipitaron al piso. Hizo más ruido y levantó más polvo del que había calculado, temiendo que alguien me viera. Salté del taburete y me agaché en el piso durante uno o dos minutos.


Al cabo de un rato, escuché que abría la puerta y luego comenzó a acomodar las cosas, ya no las apoyaba en el tabique. Mi éxito había sido rotundo, sin embargo mi alegría duraría poco. Al día siguiente, cuando volví del trabajo, Freddy había llegado antes que yo y parecía estar inspirado. Había comenzado a lavar sus cacharros y el agua sucia se filtraba a mi parte del balcón por debajo del tabique. Apreté los dientes y, bufando, tomé el secador. Intenté devolver el agua con fuerza hacia su lado, pero solo logré salpicar las paredes y los cristales de la ventana con el líquido sucio. Y Freddy, ni se inmutó.


De puntillas, me asomé para ver el caos: la lucha de la bestia contra la mugre, y era la mugre la que ganaba. Grité reclamando mis derechos, como corresponde a un buen varón. Su respuesta fue corta y tajante. Me arrojó un chorro de agua en la cara, que no hizo más que hacerme tambalear hacia atrás y caer de espaldas sobre el barro. Freddy me había declarado la guerra.


Esperé acostado en mi cama hasta que no oí más el televisor encendido de Freddy, pues nuestros dormitorios compartían la misma pared. Dejé pasar treinta minutos más y me levanté. Mi plan era cruzar a su balcón y apoyar la chatarra sobre el cristal de la puerta ventana y ejercer un poco de presión. Lo suficiente para que se rompiera. El resultado sería que se hartaría y lo arrojaría todo a la basura.


Me asomé por el tabique y comprobé que no había ninguna luz encendida ni ruidos. Puse los pies sobre la baranda del balcón y, apoyando mis manos en el tabique, fui poco a poco penetrando en su territorio. Cuando ya estaba sobre él, salté a la seguridad del piso.


Mi corazón y mi respiración estaban acelerados. Tuve que recuperarme unos segundos, hincado en la oscuridad. La agitación había cesado y, sin hacer ruido, fui acomodando los objetos sobre el cristal. A pesar de mi cuidado, no pude evitar hacer algo de ruido. Parece ser que el muy desgraciado no estaba dormido y me observaba en la oscuridad, pues la ventana se abrió de golpe para mi sorpresa. Del interior emergieron unas manos transpiradas y de olor rancio que me tomaron del cuello. Freddy se abalanzó sobre mí con la basura de por medio. Hicimos un estruendo al caer nuestros cuerpos al piso. Su robusta contextura estaba doblegando mis fuerzas. Con mis manos, intentaba sacarlo de encima sin éxito; abría la boca para respirar pero no lo lograba. Bajo ningún concepto iba a permitir que mi vida terminara haciendo valer mis derechos. Necesitaba tomar medidas extremas. El piso estaba cubierto de objetos, algunos pesados. Solo tenía que buscarlos con las manos. Las movía en todas direcciones con desesperación hasta que logré sujetar algo y, con ello, pegarle en la cabeza a Freddy. Debí asestarle varios golpes y, en el último, escuché un ¡crack! que salió de su cráneo.


Se separó de mí como un animal herido, arrastrando su gran trasero. Atinó a apoyar la espalda en la pared y se quedó allí. Podía escuchar su respiración, se entrecortaba como si tuviera algo suelto en la nariz. Yo lo observé de espaldas al piso durante un buen rato, esperando que volviera a atacarme. Tenía lista mi improvisada arma para volver a golpearlo, pero al cabo de unos minutos, mi espalda se mojó, se pegó a algo. Con la mano libre, toqué el líquido y lo acerqué a mis ojos para ver qué era. Sangre, la sangre de la cabeza de Freddy.


Ahora estoy sentado a su lado. Tengo un par de horas para decidir qué voy a hacer.



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