Las maderas crepitaban y chispeaban, lanzaban destellos que se elevaban hacia el cielo nocturno. Tres viajeros compartían el calor de la fogata y sus historias. Aunque no se conocían, la fría noche de otoño de 1909 en la zona rural de Reims, Francia, los unió en torno a una botella de vino.
El señor Dumont, el mayor del grupo, regresaba a París. Lo esperaba su familia tras un agitado viaje en el que había tomado pedidos de estufas de kerosene para un fabricante parisino. Al contar una broma y reír a carcajadas, dejó al descubierto la razón de su gran bigote: le faltaban los dientes delanteros.
Gérard, un hombre de unos treinta años, fornido y curtido por el trabajo en el campo, también se reía a carcajadas. Proveniente del pueblo de Joinville, se dirigía a Reims con la esperanza de encontrar mejores oportunidades en la construcción. De hecho, ya tenía el contacto de un arquitecto. Si lograba conseguir trabajo, escribiría a su esposa para que se uniera a él con su hijo recién nacido.
Con una postura erguida y movimientos mesurados, el joven Karl Von Richter exudaba un aire de distinción.
—¿Von Richter? ¿Eres un noble? —preguntó Dumont mientras daba un sorbo a la botella de vino.
—Y por ser alemán, hablas muy bien francés —agregó Gérard sin dejar de hurgar sus dientes con un palillo que encontró en el piso.
Sus manos, delgadas y cuidadas, delataban una vida acomodada. Sin embargo, su silencio y la falta de participación en la conversación sugerían que no era un hombre dado a la charla.
—Mi familia es de la región de… Schwarzwald, también la llaman el Bosque Negro: ¿Conocen el lugar? —Karl nombró lentamente su lugar de origen, esperando alguna reacción. Ambos franceses negaron con sus cabezas, pero mantenían sus ojos muy abiertos, atentos a cada palabra.
Karl sonrió y dijo: —¡Esto será muy divertido! Yo estoy aquí por amor. Voy en busca de la joven que robó mi corazón y no me deja pensar en otra cosa.
—¡Guau! —exclamó Gérard.
Dumont asintió con la cabeza, frotándose las manos con anticipación.
—En el verano pasado ella y sus amigos de la universidad fueron a visitar la zona y se habían perdido. Llamaron a la puerta de nuestra residencia. Por la ventana vi a nuestro conserje indicando cómo volver al camino, cuando tuve el impulso irresistible de invitarlos a quedarse esa noche en nuestro hogar.
—¿Cómo es ella? —preguntó Gérard inclinándose hacia adelante.
—Cuando te mira con esos ojos tan grandes de color almendra, es muy dificil resistirse a besarla. Pero lo más increíble es su forma de hablar, te hace sentir como si la conocieras hace siglos.
El aullido de los lobos los acompañaba desde hace un buen rato, pero era muy intenso y llamó la atención de Dumont —¡Nunca oí a los lobos de esta manera!
Gérard, que estaba acostumbrado a los ruidos del campo, agregó luz al comentario. —Debe haber algún intruso en el territorio y se están avisando.
—¿Otro lobo? —preguntó Dumont y Gérard respondió que podría ser. Karl se mantuvo en silencio observandolos.
—¿Has podido declararle tu amor? —inquirió el viejo vendedor.
Karl miró al suelo pensativo y alzó sus ojos: —Iba hacerlo, pero mi familia es bastante avasallante con los invitados y preferí que se fueran para buscar otra oportunidad, por eso estoy viajando. Mi destino es la universidad de Edimburgo en Escocia, allí la buscaré.
Ambos hombres intercambiaron miradas con escepticismo y Gérard preguntó —¿Y por qué estás viajando a pie? ¿No sería más rápido en tren?
—No me dirás que tu familia no tiene dinero para que hagas este viaje —cuestionó Dumont tomándose la barbilla.
En ese momento una ráfaga de viento apagó el fuego. La oscuridad se tragó a los viajeros en un abismo infinito, esa noche el cielo estaba privado de la luz de la Luna. Sin embargo, las brasas reavivaron el fuego y volvió a encenderse. Dumond arrojó más madera para evitar que vuelva a suceder.
—Bueno, en realidad, mi familia no es tan rica como la gente imagina. Hace tiempo éramos muy prósperos, pero mi abuelo tomó una mala decisión que nos condenó para siempre. De todas maneras, me sienta mejor viajar solo y de noche —respondió Karl con una sonrisa muy amplia donde podía apreciarse una impecable dentadura, digna de un príncipe.
—Pero estás conversando aquí con nosotros, deberías estar caminando hacia el Canal de la Mancha para tomar un vapor. Tardaras semanas a este ritmo —replicó Dumont.
—Sí es verdad, es que me dio hambre y los vi a ustedes en este lugar tan desolado y decidí conversar un poco antes de comer —dijo Karl mientras se sacaba la chaqueta y se desabotona la camisa —¿Están seguros que no conocen la leyenda que se cuenta en Schwarzwald?
Los franceses lo miraron extrañados de que tuviera tanto calor cuando en realidad la temperatura estaba descendiendo. Negaron nuevamente con la cabeza y con una mueca en sus bocas.
—Lamento que tengan que descubrirla de esta forma caballeros —dice Karl en un tono solemne, apático. Se puso de pie y depositó la chaqueta y camisa a un costado de forma elegante. Alzó su vista hacia ellos y unos largos y filosos colmillos comenzaron a revelarse por debajo de su labio. Dumont y Gérard cayeron de espaldas y desesperadamente se empujaron con sus pies para alejarse de Karl.
A la distancia los lobos elevaban sus hocicos para oler la sangre fresca que brotaba de los hombres. Solo debían mantenerse en manada hasta que la amenaza se fuera.