Reseña: Aislados en la inhóspita superficie lunar, tres astronautas se enfrentan a una amenaza invisible. Equipado con lo último en tecnología, emprende una misión de 24 horas que pronto se convierte en una lucha por la supervivencia. A medida que el tiempo transcurre, la línea entre la realidad y la paranoia se vuelve cada vez más difusa. ¿Lograrán regresar a casa o quedarán atrapados en las garras de un peligro insospechado?
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LA LLEGADA
Los motores de la cápsula lunar Galileo se activan con toda su potencia para reducir la velocidad y realizar un alunizaje suave sobre la superficie polvorienta.
Su rugido no puede ser escuchado en la Luna debido a la falta de atmósfera. Solo los tres astronautas a bordo lo pueden sentir. El compartimento vibra tanto que parece partirse.
Ashford, el piloto de la misión tiene el rostro cubierto de gotas de sudor mientras sus ojos siguen de cerca el indicador de energía. Realiza las maniobras críticas y el módulo se posa en la superficie con éxito. Los vítores no se hicieron esperar; por radio se escuchan decenas de felicitaciones para el equipo.
A partir de ahora, tienen veinticuatro horas para completar una serie de experimentos destinados al desarrollo de la futura estación lunar “Century”.
Falkner, el especialista científico, despliega una sonrisa que le cubre la cara y palmea a Ashford, quien se había sumado al grupo a último momento debido a que el piloto titular se encontraba convaleciente tras una cirugía. Falkner siempre se había opuesto a su incorporación, no confiaba en sus habilidades y siempre hacía algún comentario fuera de lugar para su nuevo compañero, pero ahora comparten bromas como los mejores amigos.
El comandante Hawthorne lidera la misión. No es tan efusivo como sus colegas; se encuentra sumergido en la intensa agenda de experimentos a realizar. Con su habitual frialdad y desapego a las emociones, dice. —Caballeros, a sus trajes. Cada minuto cuenta, nos quedan veintitrés horas y cincuenta y cinco minutos.
Los otros dos se miran entre sí y hacen una mueca con sus bocas; el festejo había terminado. Falkner y Hawthorne son los encargados de salir al exterior para realizar los experimentos, mientras que Ashford, desde dentro de la cápsula, se encargará de los registros y las comunicaciones con la Tierra.
Ashford siempre había sido la última opción, desde la preparatoria en el equipo de fútbol hasta como cadete en la escuela militar de aviación. Sin embargo, vislumbra un mundo de oportunidades que tendrá al ser el primer piloto del proyecto Estación Lunar Century, sólo le preocupaba una cosa. Durante el despegue, el indicador de energía marcó un fallo que no fue registrado por la base en Tierra. Prefirió ignorar la situación, considerando que no era más que un error del instrumento, antes que abortar el despegue con la posibilidad de reprogramar el viaje y ser reemplazado por el piloto titular.

EL EXPERIMENTO
La primera prueba es lograr gravedad artificial en una muy pequeña superficie dentro del módulo. Si tienen éxito, diminutas esferas de diferentes materiales deben ser atraídas al piso. Para ello, despliegan un equipo especial en el exterior que consistía en una serie de cañones magnéticos de muy alta frecuencia construidos por Air Space Corp.
Después de una hora preparando los instrumentos, pulsan el botón para activar los cañones. Ashford toma nota del grado de gravedad que afecta a cada esfera y percibe un sabor salado en su lengua, como si estuviera recibiendo una pequeña descarga eléctrica. Le recuerda lo que su madre dijo antes de morir: “Mi boca está llena de sal.”
No puede sacar ese recuerdo de la cabeza ni concentrarse en el experimento. Se pregunta: ¿Sentirán Hawthorne y Falkner lo mismo?
Unos minutos después, finaliza el experimento. El resultado es muy prometedor, algunos materiales sufrieron mayor atracción que otros. Con los registros en mano, podrán mejorar el dispositivo para los próximos viajes.
El comandante Hawthorne se encuentra en el exterior desmontando los equipos de gravedad artificial cuando nota, a unos doscientos metros, algo que podría jurar que no estaba allí hace unos segundos. Hawthorne se queda inmóvil y en silencio, observando. Una descarga de adrenalina activa todos sus sentidos, y siente un cosquilleo intenso en la espalda.
—Misión, ¿pueden ver en posición norte un módulo no identificado? ¿Alguien sabe sobre esto? —las palabras del comandante sonaban irritadas, no imaginaba porque no le informaron.
Ashford inició el envío de imágenes captadas por las cámaras a la Tierra, pero las comunicaciones se encontraban muertas. Falkner se unió a Hawthorne y propuso acercarse para resolver el misterio, mientras el piloto continuaba intentando activar la señal.
Se acercan y notan que la cápsula se llama Galileo y es idéntica a la cápsula en donde llegaron.
—Es posible que hayan enviado un sustituto no tripulado en secreto por si nuestra nave tenía inconvenientes, pero ¿Por qué no nos lo informaron? —dice Hawthorne.
—Mira, aquí está lleno de huellas de pisadas y no son nuestras. —dice Falkner mientras apunta con su mano para que el comandante lo note.
Al rodear la nave, encuentran un astronauta boca abajo en el piso, muy cerca de la escalerilla de acceso. —Ashford, ¿lograste hablar con la base?. —pregunta Hawthorne alzando la voz, la situación está alterando su habitual serenidad. La única respuesta que recibe es ruido blanco y caótico.
Falkner se adelanta y gira al astronauta caído. Su escafandra está partida y observan parte de su rostro disecado por las altas temperaturas que soportó en el suelo lunar. Sin embargo quedan atónitos cuando lee su nombre en el traje. Ashford, el mismo que el de su piloto.
—¡Mil demonios! ¿Qué tipo de broma es esta? —exclama el comandante y vuelve a intentar comunicarse con el módulo, sin éxito.
—Revisemos dentro, aunque no quiero imaginar lo que vamos a encontrar —propone Falkner, comenzando a subir la escalerilla. Abre la escotilla y es como ingresar a una antigua cámara sepulcral. Todas las superficies están cubiertas por una capa de moho oscuro, y grumos de partículas flotan, adhiriéndose al cristal de su escafandra. Falkner enciende las luces de su traje y encuentra lo que más temía: dos cuerpos sentados en las butacas, sus rostros congelados en una expresión de horror, con la boca abierta en un grito eterno. La piel, seca y marchita, se ha retraído, dejando al descubierto las figuras angulosas y filosas de sus calaveras. Sus trajes los identificaban como Hawthorne y Falkner.
LA PROFECÍA
Ambos regresan lanzando largos pasos para llegar a su cápsula lo más rápido posible.
—Alguien allí abajo tiene mucho que explicar. —dice Hawthorne muy enfadado.
Al ingresar, Ashford los recibe con malas noticias. —No tenemos comunicación y las baterías están fallando, han perdido un cuarto de potencia y continúan bajando. Revise todo más de diez veces y no encuentro el problema. —su cara de perplejidad y poniéndose las manos en la cabeza, exaspera a Falkner.
—Yo no voy a quedarme a morir aquí. Larguémonos ahora mismo. —su voz sonaba más áspera de lo normal.
Ashford contesta: —Es un suicidio, todo esta programado para dentro de veinte horas, si despegamos la trayectoria nos hara chocar contra la atmosfera, moriremos desintegrados. Ni lo pienses.
Falkner levanta la voz y apunta con su dedo a Ashford mientras Hawthorne intenta apaciguar los ánimos. —Ni tu ni Tierra me dirá cuándo debo irme. Allí afuera hay una cápsula con nuestros nombres y están todos muertos.
—¡Caballeros! ¡No discutan! —interviene Hawthorne imponiendo su autoridad. —En veinte horas nos quedaremos sin energía, debemos irnos antes, usemos el procedimiento de emergencia con una nueva trayectoria.
Ashford se sincera mientras fija la mirada en el tablero de comando, evitando mirarlos a los ojos e intentando disminuir su responsabilidad, y dice: —Al despegar los instrumentos mostraron un error pero en segundos se estabilizaron y el control en Tierra no lo advirtió, así que supuse que solo era un problema de los instrumentos.
—¡No lo puedo creer! —dice Falkner. —Sabía desde un principio que tú no podías con esto. ¡Ahora moriremos todos por tu culpa!
—Tu no eres mucho mejor, siempre hueles a alcohol. ¿Cuánto tuviste que lamer para estar aquí? —se defendió Ashford.
Falkner intenta golpearlo pero Hawthorne evita que todo pase a mayores.
—¡Estamos perdiendo tiempo! preparemos todo para irnos ahora. Luego arreglaremos todo en Tierra. —los astronautas en conflicto, apaciguan sus ánimos y aceptan la orden, aunque una chispa podría hacer estallar una pelea otra vez.
Luego de una hora cambiando coordenadas y revisando el proceso de despegue, los motores no funcionan. Los resultados de la computadora central dan a entender que el problema está en los distribuidores de energía de los motores. Los más indicados para hacer la tarea eran Ashford y Falkner, mientras que el comandante desde dentro estaría controlando que la computadora detecte el funcionamiento adecuado.
Los astronautas ya en posición comienzan a desmontar el panel que cubría los distribuidores que no eran más que plaquetas electrónicas de alta potencia.
—No veo ningún daño aquí. ¿Estás seguro que solo era un fallo en la energía? —pregunta Falkner dudando que Ashford haya dicho toda la verdad. El tono de la pregunta no le agradó, así que respondió con irritación.
—Desde que ingresé al equipo tuve que soportar tus comentarios desagradables. ¿Por qué no me dices lo que quieres decirme de una vez?
Falkner infla su cara de cólera porque no le gusta que lo desafíen y con su brazo aparta a Ashford del compartimento de los distribuidores y dice. —Vete que lo arreglaré solo. No sirves para nada.
Si algunas virtudes le faltaban al piloto eran paciencia y diplomacia, y le devuelve el empujón a Falkner, este toma el panel metálico que desmontaron a modo de escudo y golpea el casco de Ashford rajando el cristal.
—Borracho idiota ¡Qué has hecho! —grita Ashford al notar la rajadura, pero esta no soportó la presión interna del aire que contiene el traje y hace estallar parte del cristal, terminando con su vida en un instante.
—¿Qué sucede allí abajo? —pregunta Hawthorne alterado. Falkner no responde mientras observa a su compañero muerto en el piso.
EL SECRETO
Mr. Black, CEO de Air Space Corp., ingresó a la sala de pruebas. El día se presentaba lleno de interminables reuniones, pero el equipo de ingenieros enfrentaba un problema urgente que requería su decisión inmediata.
Levinton, el ingeniero a cargo del proyecto, era una eminencia en física molecular y había escrito un par de libros sobre el tema. Recibió a Black junto con su equipo, que estaba reunido alrededor de una mesa cubierta de planos y hojas de cálculo.
—¿Cuál es el problema que tanto les preocupa? —preguntó Black con tono pedante. Era un hombre de unos sesenta años, experimentado en la gestión de grandes corporaciones, muy pragmático, y no le gustaba que le hicieran perder el tiempo.
—El generador de gravedad artificial es el problema —respondió Levinton.
—Puedo aceptar cualquier problema, pero el generador no. En treinta días viajará a la Luna. El problema que tengan, lo tienen que resolver hoy.
—Permítame que le explique —dijo Levinton, y continuó—: Ya hemos realizado más de diez pruebas, y todas han dado resultados diferentes. No deberíamos llamarlo generador de gravedad, sino generador cuántico. Los resultados están ligados a quién opera el equipo.
Black frunció el ceño con perplejidad y dijo: —No entiendo nada. ¿Alguien puede explicarlo en términos sencillos?
Intervino la Srta. Daysi, asistente de Levinton: —Lo que queremos decir es que el equipo de gravedad artificial tiene la capacidad de alterar el entorno durante un lapso de tiempo según lo que el operador piense o desee.
Black se quedó pensativo, intentando comprender lo que acababa de escuchar, y preguntó: —¿Qué ha cambiado en el laboratorio? ¿Qué cosas se han alterado?
—No es tal como lo está escuchando. —respondió Levinton, mientras Black levantaba las cejas, desconcertado—. Todos los resultados fueron solo cálculos. No podemos hacer pruebas prácticas porque la gravedad de la Tierra lo impide.
Black apoyó las manos sobre la mesa y, con la mirada perdida, preguntó: —Solo respondan una pregunta. ¿El equipo al menos produce gravedad artificial?
—Sí, lo hace —respondieron los ingenieros.
—Muy bien. Nadie en el Instituto Espacial espera que acertemos a la primera. Solo les entregamos lo que piden, ellos hacen las pruebas, nos envían los resultados, y nosotros mejoramos. Mientras tanto, ganamos tiempo para hacer correcciones.
—Pero… —Levinton iba a desarrollar su teoría, pero Black lo interrumpió alzando su dedo índice.
—Escuchen. Tenemos un contrato de mil millones de dólares para desarrollar el proyecto. Es el mismo contrato que paga nuestros sueldos, vacaciones e hipotecas. El equipo funciona, y eso es lo que entregaremos. Los efectos colaterales los resolvemos aquí dentro.

LA MUERTE
Falkner ingresa al módulo con la mirada perdida, reflejando la total confusión de sus pensamientos. Sus movimientos son torpes mientras se quita el casco y parte del traje.
—¿Ashford? ¿Dónde está Ashford? —pregunta el comandante, temiendo que la profecía que habían visto se cumpliera.
—Está muerto. Por accidente golpeó su casco muy fuerte y estalló —responde Falkner, bajando la mirada para ocultar su culpa.
—¡Esto es una pesadilla! —Hawthorne no ha terminado de pronunciar la última palabra cuando una alarma estridente se activa. La energía ha caído a un nivel crítico.
—Falkner, debemos despegar ahora, no hay tiempo para buscar el cuerpo de nuestro compañero —ordena Hawthorne.
Ambos hombres se sientan en sus butacas, ajustan sus trajes y cascos, y aseguran los cinturones de seguridad. Inician la secuencia de despegue mientras la computadora central verifica que los componentes de los motores funcionen según lo previsto. Los astronautas, expectantes, aprietan las manos contra los apoyabrazos.
Un olor ácido, producto de cables quemados y seguido por el polvo de hollín, invade el pequeño habitáculo a través de los ductos de aire, y los sistemas se apagan.
Hawthorne y Falkner comienzan a asfixiarse dentro de sus trajes. Desesperados, se quitan los cascos, pero el aire en el habitáculo es irrespirable. En segundos, irrita sus ojos y fosas nasales, provocando sangrado. Sus cuerpos se agitan sin control hasta que ceden ante la muerte inevitable.
Afuera, el paisaje lunar permanece inalterable, salvo por un detalle: la misteriosa cápsula espacial que habían descubierto comienza a desvanecerse como vapor de agua, al igual que su tripulación muerta. Los equipos de gravedad artificial alteraron, por un breve lapso de tiempo, la realidad según las expectativas del operador, trayendo un futuro posible entre los infinitos que existen. Los astronautas, como involuntarias marionetas, lo representaron con sus vidas.
