Muy temprano por la mañana, Jeremías inició el ascenso al monte Punta Blanco. Miró su reloj: seis horas para llegar a la cima y descender por la tarde. Se detuvo unos segundos al pie del monte y tomó un par de fotografías. Las envió a su madre con un mensaje: —Hola mamá. Aún hay nubes cubriendo la cima, pero para cuando llegue estará despejado. Besos. Ajustó los cordones de sus botas y notó que la capellada del pie derecho estaba rayada. Escupió en sus dedos y frotó la zona, con la vana esperanza de repararla. Suspiró, resignado. El monte se erguía como un gigante solitario en medio de una vasta llanura. No formaba parte de ninguna cordillera; simplemente estaba allí, como si la naturaleza se hubiese olvidado de buscarle un sitio más adecuado. Treinta minutos más tarde, Jeremías ya estaba agitado. El camino parecía más una escalera empinada que un sendero de paseo. Se detuvo a recuperar el aliento; aún faltaban unos novecientos metros, según sus cálculos. Tomó el teléfono. Hacía un...
Escritor de ciencia ficción, terror y fantasía.